Historias cotidianas que solemos ignorar

Salud mental

Trastorno bipolar: cuando el diagnóstico no llega

Virginia Mongay, el trastorno bipolar y la lucha para acabar con el estigma y el autoestigma

“El sufrimiento enseña, ¡enseña muchísimo! Solo hay que tener paciencia y esperar. Es fácil decirlo ahora. Es muuuuuuy difícil vivirlo”, escribe Virginia en un mail que me envía.

Virginia Mongay, 48 años, Pamplona, trastorno bipolar.

Vital, muy habladora, motivada, alegre. “Soy interiorista de profesión pero algunos me llaman mujer del Renacimiento porque hago muchas cosas. Mucha gente me ha dicho que escriba el libro de mi vida pero yo mi vida la voy a vivir, que escriba otro el libro, maja”, dice con una carcajada.

“Mi problema es que a mí no me han diagnosticado bien durante años, tengo que decirte que mi madre tiene trastorno bipolar. La de veces que les he dicho a los psiquiatras ¿no tendré lo de mi madre? Y que no, que lo tuyo es distinto, que es depresión porque no había tenido todavía episodios maniacos”.

“Tenía una depresión resistente al tratamiento, no me funcionaba nada. Como siempre he sido muy obediente para la medicación, con tantos cambios y pruebas a veces cuando me la bajaban tenía auténticos monos: no poder comer, dormir, estar en un estado tembloroso, muy mal. Es sentirte muy mal físicamente y encima la cabeza la sigues teniendo igual porque no te la han arreglado. Entonces los médicos te dicen que ese estado es normal. Las benzodiacepinas son una droga, son estupefacientes. Esto daría para otra entrevista, pero como sería luchar contra la industria farmacéutica… No digo que no hagan falta, pero muchos de los trastornos leves de ansiedad o depresión deberían tratarse con terapia psicológica y no con drogas legales”.

El trastorno bipolar afecta al 2% de la población española y su diagnóstico se puede demorar hasta diez años.

Antes del diagnóstico de trastorno bipolar

“Empecé tratamientos en salud mental cuando tenía 32 años (2005) y mi marido murió en un accidente de moto. Fue un desgarro brutal. Mi padre también murió en accidente cuando yo tenía 16 años. Lo de mi padre fue un duelo del que salí como pude, pero al final acumulas y cuando murió mi marido caí en una depresión muy fuerte y me empezaron a dar ataques de ansiedad. Mis ataques eran muy bestias: a veces me tenían que sujetar entre cuatro amigos, se me tensaba todo el cuerpo, me pegaba a mí misma”.

“Me medicaron para la ansiedad y la depresión con ansiolíticos y antidepresivos, y hacía vida normal”, dice mientras hace el gesto de las comillas con las manos. “Nunca he dejado de ir al psiquiatra y me he dejado dinerales en psiquiatras y psicólogos privados, es demencial cómo están los recursos”.

“En 2015 empecé a sentir cosas raras: salir a la calle se me hacía un mundo, me daba miedo, me costaba relacionarme con la gente, me encontraba con alguien y lloraba. Era agorafobia. Me duró mogollón y es de lo peor que te puede pasar. No podía salir ni a la terraza de mi casa del pánico que me daba. Lo pienso y es ilógico, además la gente no lo entiende, es terrorífico. Yo, que soy la alegría de la huerta, la que habla con todo el mundo, te sientes apabullada. Por las mañanas podía funcionar algo, por la tarde imposible. Es incomprensible, no me cuesta hablar de esto, me cuesta entenderlo. Salía a hacer la compra por las mañanas a horarios que había menos gente en un supermercado que sabía que no me iba a encontrar con nadie conocido porque da mucho miedo encontrarte con gente que conoces. Aquí los ataques de ansiedad se convirtieron en ataques de pánico, que te acaban secuestrando, retrayendo. Si has tenido uno en tal sitio, no vuelves. Es muy duro. Tu entorno no lo entiende y dejan de llamarte porque no coges o no respondes los mensajes y los pobres no saben cómo actuar”.

“En 2018, justo antes de que llegara la pandemia, tuve una remontada y pensaba que ya estaba curada. Llegó el confinamiento y sentía que tenía más experiencia que el resto en esto de quedarte en casa”, dice riéndose. “Sentía una energía de la hostia”.

Intentos de suicidio

“Más de una vez he buscado en internet formas de suicidarme. He tenido tres intentos oficiales de suicidio más los no oficiales: las maquinaciones que hacía mi mente para suicidarme. Muchas pastillas lees y te pone que pueden provocar situaciones suicidas. Ha habido años de mi vida que hacía burradas y yo no entendía nada. Para mí llevar a cabo los intentos de suicidio es que no era yo, no me reconozco”.

“En uno de mis intentos vino el 112 y me ingresaron; lo peor que recuerdo es una celadora juzgándome y diciéndome esa no es la solución. Tú imagínate, has hecho una barbaridad, te sientes lo peor del mundo, superculpable y que te venga una celadora diciendo eso. Hay muy poca empatía y se banaliza mucho en los hospitales con las personas que ingresamos por esa razón”.

“Me resulta tan bestia haber tenido la mente fría para hacer lo que he hecho. Pensaba mucho en los demás, pero dejaba de hacerlo porque no podía más. Ha estado mucho mucho tiempo en mi mente morir. Ver que la sociedad sigue, que la vida sigue y tú pensando mañana no estaré aquí. Vivir así es una condena, aunque a día de hoy sea la mujer más feliz del mundo por haber fallado”.

“Ahora me siento una persona sana, tengo una enfermedad crónica que bien llevada me permite hacer una vida normalizada, pero entonces estaba muy muy muy enferma y mal diagnosticada”.

Virginia preparando una exposición que hizo en la unidad de rehabilitación tras un taller que impartió a sus compañeros. Foto cedida por la protagonista.

Ingresos

“En una visita rutinaria le dije a mi psiquiatra que estaba muy mal y cómo tenía pensado suicidarme. Activó el protocolo y me llevaron a agudos en la unidad de hospitalización psiquiátrica –ahí llevan a los casos extremos–, fue mi primer ingreso. Fue entrar y llorar, llorar, llorar, qué es esto, todo gente rara. Todo el rato pensaba en la peli Alguien voló sobre el nido del cuco. Tienes miedo pero haces la reflexión y dices pero yo estoy aquí… Estuve semana y media”.

“La segunda vez que estuve ingresada en agudos tenía un cuadro de ansiedad muy fuerte y ataques de pánico desde hacía muchos días, era la época de la agorafobia. En agudos te cierran el baño, tienes que avisar para usarlo y vienen y te abren. Te revisan todo, solo puedes tener ropa, cargador no por el cable, el neceser te lo guardan ellos también. Estuve una semana pelada y salí ni fu ni fa. Aquella vez fue en la privada porque justo en ese momento estaba en tratamiento con ellos y en un ensayo médico. Estuve ingresada hasta que me enteré de lo que llevaba en la factura: cinco mil y pico euros”.

“Cuando empezó la pandemia estaba superfeliz y con una energía brutal –luego comprendí por qué me sentía como levitando de alegría– hasta que me dio un brote psicótico maniaco y me ingresaron otra vez en agudos por orden judicial porque vino la policía a mi casa y yo no quería que me encerraran. Esta vez me tocó en la otra unidad psiquiátrica de Pamplona a la que se conoce como Guantánamo. Estaba con la manía, la fase eufórica de mi enfermedad. Estuve tres semanas y me derivaron a un hospital de día. Seguía feliz y con mil proyectos en la cabeza, en una fase maniaca esto es lo que pasa, pero luego me vino una depresión que por primera vez no tuve ni cuidados higiénicos: sin ducharme, sin cambiarme una compresa, seis meses en la cama… Al hospital de día estuve yendo ocho meses como podía y el psiquiatra que me tocó me cambiaba la medicación cada mes, me intoxicó con litio, una mala praxis denunciable. Mi hermana le preguntó si había algún sitio donde pudiera llevarme y él le dijo que estaba la unidad de rehabilitación. Allí ingresé muy mal, mi psiquiatra y todas las enfermeras me lo dijeron después. Entré en marzo de 2021 y estuve siete meses en pensión completa», dice sonriendo. «Empecé a ser persona y de ahí pasé al hospital de día del mismo centro. A la vez hice un curso de empoderamiento superpotente para por fin conocerme a mí misma y quererme. El 31 de diciembre me dieron el alta definitiva. En la unidad de rehabilitación me devolvieron a la vida, por eso tengo tanto cariño a este centro y a todos los sanitarios que trabajan allí, ¿por qué no pueden ser así todos? Es injusto”.

El diagnóstico años después: trastorno bipolar

“Con el brote maniático me diagnosticaron por fin con trastorno bipolar. El trastorno bipolar es una enfermedad donde tienes fases de manía o euforia y de depresión. En el estado maniaco pierdes el control de tu mente: te sientes feliz, pletórica, por encima de todo, llegas a todo –no duermes, no comes–, vas como levitando de felicidad”, dice riéndose. “Hablas con todo el mundo, una verborrea, metes unas chapas… Cuando me diagnosticaron dije bien, qué alivio, respiré. Tenía 46 años”.

“Para mí la depresión te secuestra las emociones, es una putada de enfermedad: te etiqueta, te avergüenza, te hace sentir culpable, rara, sola, incomprendida. La depresión no es estar triste, es tener secuestrada tu capacidad de sentir placer por nada y las personas necesitamos eso para poder vivir: sentir. Lo malo de la manía es que cuanto más subes, más bajas, y mi bajada fue apoteósica”.

“El trastorno bipolar para nada es lo que la sociedad cree de que un día estás triste y el otro contento. He tenido que aguantar muchas veces que me digan eso cuando es amucho más complejo”.

Estigma y autoestigma

“En Twitter solo intento ayudar a los demás. Veo que contar en primera persona ayuda muchísimo. He dado alguna charla de salud mental. No hay educación en salud mental, falta visibilización y desestigmatización. Yo salí del armario en este tema cuando me quité el autoestigma y es una liberación absoluta: tengo una enfermedad, punto pelota”, dice mientras suelta el aire por la boca como si se quitara un peso de encima. “Mientras la sociedad tenga un estigma sobre nosotros, la gente con una enfermedad mental que no se atreve a decir nada vive una doble agonía. La sociedad no se da cuenta pero cae en estereotipos y prejuicios sin ser consciente del daño que hacen. El estigma hace muchísimo daño porque te hace sentir culpable. La repercusión del estigma es tan terrible que se crea el autoestigma: sentirte culpable de tener una enfermedad; te hace esconderte. La culpa debida a la enfermedad ha sido terrible, cuando, como en mi caso, intentas quitarte la vida, estás en un nivel de sufrimiento infinito. En la unidad de rehabilitación nos dieron charlas sobre esto. El día que me quité el autoestigma fue el más feliz de mi vida y me propuse dar visibilidad a las enfermedades mentales y luchar contra la estigmatización”.

“Otra cosa importante es que tengo trastorno bipolar, no soy bipolar y me molesta mucho que se use el concepto bipolar para insultar. Ahora voy ya por mi cuarta vida, empezando mi cuarta vida”, dice contenta. “Mi futuro es estudiar integración social, quiero trabajar ayudando a los demás. Descubrí al salir de este infierno que es lo que me gusta y motiva. Estoy en una asociación de personas con discapacidad, allí doy clases de acuarela. Yo tengo un 48% de discapacidad”.

“A mí mi pasado me encanta, es mi vida, he tenido que pasar por todo para ser la mujer que soy ahora. Me admiro, he luchado mucho. Soy de las que vivo el presente, tengo ilusiones y proyectos, pero siempre con la calma y la certeza de que no somos eternos. No tengo miedo de que vuelva a querer suicidarme, creo que no va a pasar. Realmente amo la vida. Sé qué enfermedad tengo, lo que puedo y no puedo hacer, cómo me tengo que cuidar y con medicación puedo tener una vida normalizada. Me considero una superviviente, vamos en resiliencia me pondrían un 10, ¿no te parece?”, me pregunta riéndose.

“Ahora estoy esperando a que me den la incapacidad. Puedo trabajar pero no ocho horas, con estrés, sin momentos de descanso; son cosas que me pueden provocar otro brote. El único miedo que tengo de mi enfermedad es tener otro brote maniaco porque la bajada lo pasé muy mal, fue terrible. Cognitivamente estoy bien, no me ha afectado el brote, pero he estado ingresada con gente a la que sí le ha afectado. Para no descompensarme sé que tengo que tomar la medicación, dormir mucho, llevar una vida tranquila. Mi problema es el dinero, que no tengo. Llevo siete años sin poder trabajar y sin que me reconozcan la incapacidad que me diera una pequeña pensión. Si no fuera por mi madre y por mi familia que me ayudan…”.

“Es duro, sufres una barbaridad, se pasa putas; es un sufrimiento que no puede entender nadie más que tú, cada uno su sufrimiento. Veo mi vida con mucha ilusión, creo que se puede salir porque lo veo en mí, #sepuede –este es mi hashtag en Twitter–”.

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