“Yo me vine con una mochila, dos pantalones, dos blusas, unas sandalias y el cepillo de dientes y nada más. Ese fue mi kit de viaje. Y aún estoy aquí”. Era el año 2000.
Felicita Amalia Caballero Richards tiene 57 años y es de Ecuador, de Guayaquil. Hace 10 años que no va a su país. “Somos cuatro hermanas, yo soy la segunda. Todas están en Ecuador. Nos llevamos muy bien, normalmente las saludo todas las mañanas”, dice señalando el móvil. “Les doy las buenas noches, porque allí es de noche, y los buenos días a la vez para que vean que estoy en contacto y acordándome de ellas”.
12 dólares en el banco
“Desde los 14 años he trabajado cosiendo, soy modista”. La ropa para ella sigue siendo importante. Hoy ha aparecido con una bolsa: “He traído varias blusas para cambiarme y no salir en todas las fotos con lo mismo”.
“Hasta que emigré he trabajado en esto, siempre cosiendo, tenía muchas clientas. Nuestra moneda era el sucre y de la noche a la mañana nos dolarizamos. Gente que tenía mucho dinero en el banco, pues a llorar. Yo tenía poquito, pero con el cambio me quedaron como 12 dólares. Eran como 300.000 sucres lo que yo tenía. Yo estaba ahorrando para comprar máquinas industriales de confección porque solo tenía máquinas de coser pequeñas. Mi ilusión era esa para hacer un taller más grande porque yo trabajaba muchísimo. De repente me quedé con 12 dólares, me quedé para llorar”.
Amalia por aquel entonces tenía dos hijos y ningún marido. Cuando se produjo la dolarización estaba estudiando el Bachillerato, “porque yo lo estudié de mayor”. Su plan era ingresar en la universidad después, pero los 12 dólares lo cambiaron todo. Por aquel entonces “mi amiga Gabriela vivía aquí en España y fue la que me animó a venir. Siempre estábamos en contacto y me ayudó a venir”. La primera que vino fue su hija, con 18 años, y meses después ella, justo cuando terminó el Bachillerato.
“Con Gabriela somos amigas desde los 14 años y hasta el día de hoy. Ella nos dejó el dinero para que viniéramos las dos”. Pero Gabriela no tenía dinero suficiente para traer también al hijo de Amalia.
Según el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, cerca de un millón de ecuatorianos dejaron el país entre 1999 y 2000.
Migrar y dejar a un hijo atrás
“Tuve que dejar a mi hijo con una de mis hermanas. Fue el dolor más grande que me dio la migración, tenía 8 años. Se te arranca la vida”. Además de que “Gabriela no tenía dinero para él, tampoco sabía yo a lo que me venía a enfrentar. En aquel entonces regresaban a muchísimos ecuatorianos. Mi propósito era venir a trabajar un año para poder comprar mis máquinas industriales. Porque acá parecía que se ganaba dinero, que se ganaba bien. Al llegar me di cuenta de que el panorama era diferente, que no es tan fácil conseguir trabajo si no tienes papeles. Al final resultó que todo lo que te habían contado era mentira. ‘Ahí se gana bien’, te dicen. Perdona, no, ahí se sufre. Tú te ilusionas demasiado pero no cuentan la realidad, que muchas mujeres vienen a trabajar de prostitutas. Te dicen que la vida es fácil en el extranjero, pero no es así”.
Nada salió como estaba previsto, Amalia se quedó en España y su hijo vivió en Ecuador con su tía 10 años. “Yo volví cuando él ya tenía 14 años. Todo ese tiempo yo estuve mandándole dinero”. Hubo momentos difíciles, la distancia y la ausencia física de su madre hicieron que a veces “no quería contestar el teléfono, no quería hablar conmigo porque tenía mucho tiempo como quien dice separados. Entonces de ahí yo ya fui y le prometí que cuando termine el Bachillerato vendría para España para estar aquí”.
Trabajo de interna o sentirse presa
“Ya cuando vine empecé a buscar trabajo”. El primero que encontró fue de interna. “Tenía que cuidar la casa entera y a la niña pequeña de 3 años. Fue muy difícil, durísimo. Fue un cambio radical, yo en mi país nunca he trabajado de empleada doméstica y de repente me veo que estoy trabajando prácticamente presa en un domicilio ajeno y llevando una casa que no era la mía. Para mí era llorar y llorar. Se me fue la sonrisa de la cara”.
Amalia pasó por más casas como interna. “Un chalé y tres hijos. Me recordaba una cárcel porque encima las ventanas tenían rejas. Me acordaba de las palabras de mi madre: ‘No hagas cosas a tu vida que le quiten la libertad’. Y luego estuve solo un mes en una casa que la señora tenía mucho carácter. Yo no estaba acostumbrada al sistema de los españoles que hablan súper fuerte. Ella me hablaba al grito. Ahora ya lo tengo asimilado, pero al principio me costó muchísimo”.
Cuando Amalia dijo el primer mes que no quería trabajar más allí, la señora la amenazó con denunciarla a la policía por robo. Amalia se hizo fuerte y le dijo que llamara a la policía, que ella nunca había cogido nada. “Y entonces ella me dijo: ‘¿Usted cree que alguien va a creer lo que usted diga?’. Creo que lo dijo por atemorizarme más que nada, porque como yo me mantuve firme al final no llamó a la policía, me pagó lo que me debía y al día siguiente me fui”.
Siempre que se quedaba sin trabajo la pregunta que se hacía era la misma: “¿Qué voy a hacer?”. En una iglesia le dieron un contacto para el que sería su primer trabajo como externa. Desde entonces nunca más ha vuelto a ser interna. “Eran 500 euros por trabajar de nueve a tres. Yo estaba muy feliz por dejar de ser interna. Era una pareja mayor. No era mucho dinero pero yo estaba contenta”.
El primer día de su nueva vida y de su nuevo trabajo llegó tarde. “Yo no tenía un euro para coger el autobús e ir a trabajar”. Le dio vergüenza decírselo al señor, así que cuando este vio que no se presentaba a la hora convenida, la llamó. Amalia le contó entonces lo que le pasaba. “Me dijo que pidiera prestados cinco euros para el transporte y luego ellos me dieron para el abono, 50 euros de adelanto y 5 para devolver lo prestado. Ya me vine yo feliz. ‘Y el lunes te esperamos’, me dijeron. Y yo volví. Estuve siete años con ese matrimonio mayor. Con dos perros. Ponlo que es muy importante: Max y Maggie se llamaban los perros. Me causaron mucho miedo porque eran grandes, pero al final se encariñaron ellos conmigo y yo con ellos. En esta familia estuve muy muy bien. Tengo los mejores recuerdos de ellos. Me hicieron mis papeles. Tuve contrato en esa casa y pagas y vacaciones”.
Como eres negra, eres puta
“Una de dos, o hacía de puta o de empleada del hogar. Es así”. Amalia nunca ejerció la prostitución, pero hay hombres que dan por sentado que todas las mujeres negras son putas. “Cuando trabajaba en La Moraleja se paró un coche y me dijo uno: ‘¿Cuánto llevas?’ Y yo cuánto llevas de qué. No entendía de nada. El color de la piel hace mucho. Me ha pasado de día en la mañana y vestida normal, recatadita, ni provocativa, ni sexy, ni nada. Y se te acerca uno bien puesto: ‘¿Cuánto llevas, morena?’. En la puerta de una tienda se me acercó un señor bien vestido que me dijo: ‘Te voy a proponer un trabajo excelente. Yo estoy casado, pero a mi mujer le encantan las mujeres como tú’. Me quedé loca. Yo estaba cerca de la Gran Vía. Que de repente tú vayas por la calle y que un tío te aborde para que me acueste con su mujer, pues a mí se me hace muy duro”.
La vida de modista se quedó olvidada en Ecuador, Amalia no ha vuelto a coser hasta ahora. “He comprado una máquina y de repente hago cosas”. Siendo externa “empecé a formarme para trabajar en ayuda a domicilio, que es la atención sociosanitaria a personas mayores y a personas dependientes. Y he podido trabajar mucho tiempo en esto”. Amalia ha trabajado contenta en la ayuda a domicilio. Además “cuando te quedas sin trabajo tienes opción a paro porque trabajas para una empresa. Y cuando no me llaman de ayuda a domicilio, busco de empleo de hogar, no pasa nada, lo importante para mí es trabajar”.
Encontrar trabajo con 57 años
El problema son los años. “Mañana voy a una entrevista de trabajo para sustituir a una paisana que se va ahora de vacaciones. Este año ha sido sumamente pésimo. He estado en el paro por haber trabajado en empresas con la ayuda a domicilio, pero me he dado cuenta de que a partir de que cumples años es más difícil encontrar trabajo. Tienes más experiencia pero ya no te contratan por la edad. Me lo han llegado a decir, ‘si tuviera 40, yo le hacía contrato’. Eso desanima un poco. ¿Qué pasa, que ya no tenemos vida con más de 50? ¿Que no comemos? ¿Qué hacemos? ¿Nos quedamos como un árbol seco? Cada vez son menos los trabajos que te salen”.
Amalia está decidida a aprovechar el tiempo. “Como estaba cobrando el paro, me metí en la autoescuela. Me he dado cuenta de que hay trabajos que con carné de conducir y hablando un poco de inglés, te facilita un poco la vida. Esperanza de comprar coche no tengo, pero al menos tengo el carné, aunque tengas edad”. Ayer hablamos por teléfono, era el día de su examen teórico y estaba de los nervios. Aprobó. “Vamos a ver ahora el práctico, espero aprobarlo”.
–¿Qué se siente haciendo un examen a tu edad?
–Uau, empieza un miedo en el estómago y te acompleja un poco. Todo eran chavalillos. Y ponerte a estudiar, que muchas veces te bloqueas. Con los años te acomplejas. Ver tanta juventud a tu alrededor atemoriza un poco. Pero bueno, lo pasamos, que eso es lo importante.
Abuela ecuatoriana, nietas españolas
Los dos hijos de Amalia viven en Madrid. A su hijo lo trajo a España cuando terminó el Bachillerato con 18 años, como le había prometido. “Creo que le costó un poco al principio, pero más que todo cuando él vino ya tenía el camino hecho. Yo tenía documentos, la nacionalidad. Fue fácil empadronarlo porque teníamos un piso, o sea que no tuvo que pasar el problema de mi hija y mío cuando recién llegamos, que vivíamos en una habitación. Él se encontró con los deberes hechos, como quien dice. Se encontró que tenía un piso con una habitación cómoda, se encontró que se le empadronó, le salió enseguida su tarjeta, yo tuve que esperar cinco años para tener la tarjeta”. Ahora su hijo tiene 28 años y vive con su novia, pero se ven con frecuencia. “Es encargado o camarero, no sé cómo se dice, en una cadena de alimentación”.
Amalia vive con su hija y sus dos nietas de 14 y 3 años. Cuando madre e hija compartieron habitación hace casi 20 años Amalia era interna y su hija trabajaba en un karaoke. “La casa que vivimos ahora tiene tres habitaciones pero es bastante pequeña. Mi hija trabaja también en empresas de limpieza y ayuda a domicilio. Económicamente nos vamos apañando poquito a poquito entre las dos”.
Desde que vive en España Amalia ha ido a su país tres veces. “Yo me siento cien por cien ecuatoriana, de española nada. Vivo contenta con tener la nacionalidad española porque me facilita la vida aquí, pero yo soy extranjera”.
Según el Instituto Nacional de Estadística, a fecha de 1 de enero de 2019, en España viven 131.679 ecuatorianos. “Si no fuera por mis nietas, me volvería a Ecuador. Mi ilusión es verlas crecer, desarrollarse. Mis planes son de volverme, pero estar aquí con ellas me da mucho aliciente para trabajar y seguir viviendo aquí. Para mí es sumamente importante, yo es que soy muy ligada a la familia”.
Aprender lo importante
Cuando Amalia llegó a España no sabía que se quedaría 20 años. Tampoco sabía que trabajaría en el servicio doméstico, ni que sería todo tan difícil. Tampoco conocía sus derechos. Hasta que no trabajó para el matrimonio mayor no tuvo contrato, vacaciones o días de fiesta. Eran muchas cosas las que no sabía.
Su vida empezó a cambiar radicalmente cuando comenzó a juntarse con distintos colectivos hasta dar con Territorio Doméstico, de trabajadoras de hogar y cuidados. “Al principio era muy tímida, no hablaba, me daba vergüenza, pero es un grupo muy acogedor. Me enseñaron el acogimiento, nosotras le decimos acuerparnos. El escucharnos, el acompañarnos. Un espacio donde entras y te dan un abrazo tan fuerte… y te hacen sentir persona, porque muchas veces en los trabajos te denigran tanto que pierdes esa parte vital. El cuidado, el escucharte. Es sentir que no estás sola, que eres importante, que tu voz cuenta”.
Amalia ha recibido mucho de Territorio Doméstico. “Yo no sabía estos derechos de empleadas de hogar como que cuando es festivo tienes derecho a irte a tu casa. Yo no sabía nada en realidad y fui aprendiendo”. También “hemos recibido muchos talleres de empoderamiento como el de conozca sus leyes, el de tomar la palabra, muchos cursos que nos han venido estupendamente bien para que rompamos el miedo y la timidez que tenemos de hablar en público. Y es de esa manera que nos hemos empoderado tanto”.
Como parte de Territorio Doméstico Amalia lucha para que “se reconozcan nuestros derechos de trabajadoras de hogar y cuidados, que se nos visibilice y reconozca la importancia de nuestro trabajo, que no nos limiten por la edad. Como que se nos niega la posibilidad de vida, como si no tenemos derecho a tener un trabajo digno. Todos necesitamos cuidados, todos, sin diferencia de color, sexo, clase social. Todos necesitamos cuidados para sobrevivir en este mundo”.
–¿A ti te han cuidado?
–A mí me han cuidado muy poco, la verdad, hasta ahora muy poco, pero bueno, me cuido yo. Dentro del colectivo me siento muy cuidada y me siento importante. Eso te anima porque muchas veces nos venimos abajo por las precariedades que pasamos. Yo antes pensaba que era invisible, me sentía un poco inferior. Pero me animo yo y digo: todos somos iguales. Hay gente muy bien puesta que te hace de lado, te ignora y los seres humanos todos somos iguales. El blanco y el negro se enferman, el rico y el pobre se enferman. Todos necesitamos comer.
Para ella pide un “trabajo estable, bien remunerado, donde se me valore como trabajadora y persona. Pero que lo necesito ya”, dice mientras se ríe. Su sueño es volver a Ecuador y formar parte de colectivos de mujeres allí. “Siempre he luchado en mi país por el agua, la luz. Vivía en un barrio marginal que no había agua, la luz se iba. Yo siempre he estado en lucha constante. No soy de clase privilegiada, has tenido que empezar desde la nada”.
Suscríbete gratis y recibirás en tu correo cada nueva historia
Dejar una respuesta