Dayana Maribel Arcos Martínez tiene 29 años, vive en Madrid y es de Quito (Ecuador). Llegó cuando tenía 8 años y es la hija de Marga, la trabajadora del hogar que trabajaba de lunes a domingo para mantener a su familia. Dayana es esa hija que siendo ya adolescente sentó a su madre y le dijo que llevaba años sintiéndose sola.
“No recuerdo la despedida de mi madre cuando ella se vino primero a España. Solo tengo en la cabeza la imagen de mi padre llorando, pero yo no era consciente de lo que estaba sucediendo”, cuenta Dayana. “Tengo el recuerdo del primer regalo que me llegó de España de mi madre: una chaqueta y unas chuches”.
“A los tres meses llegamos nosotros. Recuerdo cuando mi madre llamó a mi padre para decirle que podíamos venir. Mi padre me vistió con la ropa del bautizo –me bautizaron a los 7 años– para la foto del pasaporte. Ya ves, que en esa foto ni se ve lo que llevas”, dice riéndose. “Pero te cuento esto para que veas que venir era algo muy muy importante. Entrabas de turista y mi padre venía con las preguntas preparadas. Aun así tardamos cinco horas en salir de inmigración, mi papá se puso muy nervioso. Recuerdo que decía con que te pasen a ti, lo demás no importa. Cuando salimos salí corriendo y abracé a mi madre”.
“Lo primero que recuerdo es que todo era emoción, llegamos con nieve y nunca había visto la nieve, la emoción de estar con tu mamá. Todo era un impacto novedoso. Mi mamá me dio arroz con huevo y cocacola, que me gustaba mucho, pero nada me sabía igual hasta acostumbrarme”.
“Recuerdo pasar de la amplitud de mi casa en Ecuador a compartir con quince adultos en tres habitaciones –yo dormía con mi madre en una cama de 90 y al lado dos chicas más– , un salón y un diminuto baño. Y recalco diminuto porque ahí es donde más sufrí. Cuando eres pequeña es más difícil aguantarte el pis y me iba al bar que había enfrente. En la casa todos estábamos pasando la misma situación de migración pero allí nadie cooperaba, eso era algo que no podíamos entender mis padres y yo. Nosotros pensamos que no se puede ser egoísta porque de aquí a mañana tú vas a necesitar ayuda de alguien”.
Soledad y niñez
“Estamos en la Plaza del Dos de Mayo en Madrid porque aquí fue donde empezó todo. Aquí estaba mi colegio y nuestra primera casa fue en la calle Ruiz –adyacente a la plaza–. Para mi padre fue muy duro, le vino un depresión de no tener trabajo. Él mantenía el hogar allí y aquí se cambiaron los papeles: mi madre trabajaba todo el día para mantenernos. Mi padre empezó a beber mucho y yo me cuidé sola”.
“Cuando entré al cole no me había acostumbrado todavía a la comida y no quise ir al comedor. Así que iba a casa sola cuando salía y como había turnos para calentar la comida, me tomaba el arroz frío con un montón de tomates cherri y el trozo de filete frío que me había dejado preparado mi madre. Después volvía al cole”.
“También hubo una adaptación al cole. Mi madre me llevó a una iglesia para que nos dieran ropa y comida, pero no había ropa de niña y me dieron de niño. Me dieron una chaquetota que me perdía en esa chaqueta, así que al principio se burlaban de mí. Hasta adaptarme las notas las tenía bajas, pero como no me gustaba tener malas notas, fui en aumento. Me hice tres amigas y los niños me enseñaron muchas cosas, como a comer pipas, que yo no sabía”, recuerda con una sonrisa. “Mis amigas me llevaban a jugar a sus casas. Una de ellas me regaló dos chándales y yo emocionada. Entonces tampoco es que te pusieras a sufrir por lo que estaba pasando. No tenía ni un juguete aquí y recuerdo un día que mi madre me pudo llevar al todo a cien y me emocioné. Cogí un juguete de cocinitas y un bebé. Con eso me la pasaba jugando. También me acuerdo de mis primeras sandalias de Los Guerrilleros. Yo me creía modelo”, dice riéndose.
“Mi padre empezó a trabajar en la construcción por sentirse útil y como nos iba mejor, nos mudamos al barrio de Tetuán. Nos fuimos la otra compañera de cama de mi madre, mi tía y nosotros tres. En la nueva casa compartía habitación con mis padres pero teníamos dos baños. Para mí era progresar no tener que ir a ningún bar. Durante un tiempo mi cole seguía estando aquí, así que tenía que ir y venir en metro sola. Salía del cole, me compraba el billete de diez, subía la calle y me metía en el metro de Bilbao hasta Tetuán. En el metro iba mirando los relojes de las personas a ver si iba a tiempo o retrasada para saber si tenía que correr o podía ir caminando tranquilamente. No recuerdo haber tenido reloj. En casa comía en mi cama viendo Shin-chan porque no teníamos mesa y volvía al cole. Ahora le digo a mi madre ¡pero cómo estabas tranquila! Pidiendo a Dios, me decía. Pienso en mi hija sola por la calle y en el metro… Pero la verdad es que yo entonces lo vivía como una aventura, no estaba en el ay, qué pasa, voy sola al cole. Todo lo hacía sola”.
“Mi madre se iba a trabajar antes de que yo me levantara y volvía cuando ya estaba acostada. En el fin de semana podía verla en el desayuno antes de que se fuera a trabajar. Yo siendo tan pequeña entendía que el trabajo era la responsabilidad que mi madre tenía antes que cuidarme a mí. Era consciente de que mi madre cuidaba a otros niños y sentía celos y soledad. Por qué Juanito tiene la atención y yo no. Pero entiendo a mi madre, yo soy madre y entiendo porqué hizo el sacrificio. Siento que es una mujer supervaliente, dejó todo en Ecuador para venir aquí”.
“Hoy he vuelto a la Plaza del Dos De mayo después de veintiún años. Un día voy a traer a mis hijos para enseñarles y decirles mira, aquí estudiaba mamá. A lo mejor no vine antes de ahora por evitar el dolor. Hoy no siento dolor, pero sí nervios de venir, de recordar. Recuerdo lo duro que era para mí salir del cole y ver a los niños corriendo para saludar a sus padres y yo no. Yo comía sola en casa y acá se sentaban juntos a la mesa a comer, a mí eso me parecía raro. Imagínate llegar a casa y tener la mesa lista y comer todos. Aunque suene duro, es una experiencia enriquecedora, no lo puedo tomar a mal, ahora estoy aquí sentada contigo. Todo en la vida tiene su principio y lastimosamente la inmigración empieza desde ahí”.
Según cifras de la Fundación porCausa, en 2019 había en España 146.773 menores migrantes que vivían con sus padres y se encontraban en situación irregular.
Mamá, me siento sola
“Obviamente la palabra soledad es la que recorre desde los 8 hasta los 12 años. A partir de los 9 o 10 años fue cuando empecé a sentir la soledad dura. Al principio no, era más la emoción y la aventura. Éramos tres de la familia y cada uno lo vivió de una manera, eran tres mundos diferentes”.
“Cuando la situación económica iba mejor, a mí no me faltaba nada material. Manipulaba a mis padres desde ahí: quiero sudaderas, pantalón, quiero tenerlo todo. Al entrar al instituto en Tetuán sentí bullying, quisieron pegarme, yo tenía 12 años y me refugié en un bar porque mis padres no estaban. Fue entonces cuando senté a mi madre y le dije: mamá, yo por qué tengo que estar pasando estas cosas sola. Estoy cansada de estar sola en el día a día. Siempre he querido esa imagen de manta en el sofá y ver una peli todos juntos o ponerse a hablar o sentarnos a hacer los deberes o merendar juntos. Nunca lo viví. Después de hablar con mi madre empezó a trabajar menos y a pasar tiempo conmigo. Cenábamos juntas, por ejemplo, y con eso sentías seguridad”.
“A mí me gustaba estudiar pero empecé los malos pasos en Bachillerato. Te ves tan sola, tan independiente, que te piensas que con 16 años puedes tirar por la vida. Dejé de ir un año al instituto. Mi madre cuando se enteró me miró y me dijo me has decepcionado, y se fue a seguir trabajando. Me volví a inscribir y traje todo sobresalientes. Entonces fui con mi padre un verano a Ecuador. Allí conocí a mi exmarido, qué tonta fui. Nos casamos para que él pudiera venir. Mi madre me dijo por mí te diría que no, pero qué hago oponiéndome. Ella lo veía todo en contra, normal. A mí me pasa eso con mi hija y la mando interna”, dice riéndose. “Me quedé embarazada, yo quería disfrutar con él y progresar pero no pudo ser. Apechugas. Nació la niña, que cumplirá en verano 9 años, y el niño acaba de cumplir 6. Hace un año que nos separamos mi exmarido y yo”.
Limpieza para recoger a los niños del cole
“Empecé a trabajar en limpieza y a mi madre no le gustó. Yo no quería esto para ti, me decía. Pero a mí me gusta porque puedes organizar tu tiempo, aunque está mal pagado. No entiendo que los trabajos que requieren un esfuerzo físico se paguen menos que los que requiere esfuerzo intelectual. Trabajando con contrato llevo cinco años, limpio oficinas. Mi jefe es un ángel, adaptó mi horario a los niños. Si un día se enferma uno de mis hijos, voy por la noche a limpiar, esto es lo que me gusta del trabajo en limpieza”.
Nos vemos un sábado por la mañana porque entre semana la prioridad son los niños y el trabajo. Hoy sábado la abuela Marga puede quedarse con los peques mientras Dayana y yo estamos juntas. “Para mí lo más preciado son mis niños, son el núcleo de mi familia y también para mis padres. Vivimos todos juntos desde que me separé. Empiezo a trabajar sobre las cinco y media o seis de la mañana. La oficina donde trabajo está enfrente del colegio de los niños y a las dos salgo y los recojo porque para mí era muy importante que fuera yo la que recogiera cada día a los niños, que no sintieran que nadie les esté esperando. Al contrario, van a saber que mamá está ahí y van a salir con la emoción que sentían mis compañeros. Comemos juntos, hago las tareas de la casa, llevo a los niños a las extraescolares: baile, piscina, kárate. Dejo la cena preparada y cenan con mi padre. Yo vuelvo al trabajo de ocho y media a once y media de la noche. Duermo poco de lunes a viernes, el cansancio ni te explico cómo es, pero es satisfactorio. Me siento productiva, la gente cree que es un trabajo de mierda, que no tienes expectativas ni progresas, pero yo con mi trabajo de limpieza he ido a Disney. Un futbolista va a Disney con sus hijos y una de la limpieza también”, dice con una sonrisa orgullosa.
“Es verdad que es el trabajo que la gente ve peor y eso sí me molesta. Esta es la de la limpieza… pues no, mi nombre es Dayana. En mi trabajo, gracias a Dios, estoy al mismo nivel, al final somos compañeros en la misma empresa. Todos somos iguales, como dice mi madre”.
“Gracias a que tenemos tres sueldos –mi padre, mi madre y yo– tenemos una calidad de vida. Y no solo económicamente, porque si no fuese por los abuelos… yo tengo la tranquilidad de que mis hijos están bien cuidados y atendidos por alguien que va a velar por ellos tanto como yo. A veces lo pienso, mis hijos tienen seis ojos: los míos, los de su abuela y los de su abuelo, y yo no tenía ni un ojo”, dice sonriendo.
Un colchón para todos
“Tengo mucha suerte de estar aquí. Me siento muy orgullosa de donde vengo, no pierdo ni el acento, pero me siento de aquí. A veces pienso por qué no hice más por estudiar, al final fui madre joven como en Latinoamérica… Pero mis hijos van a tener un futuro”.
“El dinero da estabilidad pero no es felicidad plena. Yo lo que necesito es empatía, se supone que de la pandemia salíamos mejores pero la gente sigue siendo egoísta, ensimismada en lo suyo. En la pandemia le dejabas la compra a la abuelita, ¿y ahora por qué no? Mi mayor miedo es que mi madre y mi padre no estén. Yo sola no podría pagarlo todo”.
“En la clase de mi hija vino ahora una niña de Ucrania y mi hija me dice qué pena. Yo le digo que con pena nada, tienes que hacerle sentir que llega a un sitio y que todo es tan normal porque desde la pena solo le estás recordando por qué vino; vamos a tratar de hacerla sentir bien. Es lo que pido, empatía para que todo el mundo pueda sentirse bien en la circunstancia que esté viviendo. Ya sea ucraniano, sirio, de donde fuese porque cada uno tiene su proceso, no es fácil adaptarse y todos tenemos que ser un colchón para que no se sientan solos. Es importante destacar la valentía de las personas que dejan todo y vienen. Me gustaría que los que lean esto tengan otra visión de la inmigración: qué pasó detrás del migrante, qué dejó y la manera en la que vivió. Muy poca gente pregunta a los niños migrantes cómo sentiste la migración. Se pregunta a los padres pero no a los niños. No les preguntas te gustó, te adaptaste…”.
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Ana+E.+Hernandez
La dureza de la vida de una niña, en la que su madre está siempre ausente por el trabajo.
Dayana no solo lo superó, sino que fue capaz de dar respuestas validas a su problematico entorno ,superar una ausencia tan grande y luego ser capaz de integrarse ELLA LA CONVIERTE EN EXCEPCIONAL.