Historias cotidianas que solemos ignorar

Mayores

Y tú, a tu edad, qué quieres

Antonia tiene 86 años y vive sola

–¿Qué tal la semana?

–Como todas, bien. Para qué voy a decir que mal, si digo que mal, se van a reír de mí.

Antonia se ríe mientras dice esto. Camina por su casa después de haber abierto la puerta. Antonia es menuda y ágil. Camina erguida, pero despacito. “Despacito, despacito se llega lejos”. Lleva los brazos ligeramente extendidos para ir tocando todo con antelación. Antonia tiene 86 años y no ve. Prefiere no decir sus apellidos. Tiene muy poquitas arrugas en la cara y sus andares también hacen dudar de la edad que tiene. Da la sensación de que, dada su agilidad, andaría mucho más rápido si pudiera ver. A veces recurre al ¿eh? cuando no oye bien una pregunta.

–¡No parece que tengas 86 años!

–¡Hombre, nací el 11 de agosto de 1932, así que calcula tú!

“Esta es mi casa y vivo sola… Pero no lo digas, a ver si me van a venir a echar”, dice riéndose, “o a meter a algún estudiante o algo. Con lo bien que vivo yo sola. Hago lo que me da la gana”. Antonia es de Madrid y vive sola desde que murió su madre hace 37 años.

Antonia es dulce y bromista, también tiene un poco de genio. Tiene los ojos prácticamente cerrados, solo queda abierta una pequeña rajita. Habla tranquila con los brazos cruzados. “Si yo contara mi historia, ganaba dinero”, dice con una carcajada sin apenas sonido que hace que su cuerpo tiemble. “Yo a veces veo las historias que cuentan por ahí y pienso: uy, pero si eso no es nada”. Durante la charla está relajada pero contenida, no baja la guardia. Prefiere no contar su historia entera, habla de cosas, de partes. Le preocupa mucho el tema familiar, que alguien de su familia lea su historia. A veces duda sobre lo que contar y lo que no. Aun así Antonia cuenta, recuerda, ríe, se entristece, se enfada.

Antonia es una persona mayor y no ve
Antonia tiene 86 años, no ve y vive sola.

Vida en soledad

“Estoy sola, pero yo siempre digo que mejor sola que mal acompañada. No me siento sola. Tengo la radio, la televisión. No estoy sola nunca, siempre tengo la radio puesta. Entro y pongo la radio antes incluso de quitarme los zapatos, y mira que los zapatos hacen que me duelan los pies”, dice riéndose. “Me gustan los concursos, me gusta mucho Saber y Ganar. Y en la radio me encanta el Milenio”.

–¿Te gusta Iker Jiménez? ¿No te da miedo?

–No, no me da miedo de los muertos. No tengas nunca miedo de los muertos. El miedo, de los vivos. De los muertos nunca porque no te van a hacer nada.

“Me gusta mucho la radio por la noche porque me entero de cosas que por el día no cuentan. El teléfono es mi amigo también. Si no me llaman, llamo yo”.

Antonia tiene varios aparatos de radio y un magnetofón. También “tengo películas en DVD y a veces me las pongo”. Otra de las ocupaciones de Antonia es escuchar libros en cintas en su magnetofón. “No me había leído El Quijote nunca y lo he oído en cinta dos veces. Me ha gustado mucho”.

“Mira”. Antonia se sube el pantalón y me enseña una marca que tiene en la rodilla. “Paso el día buscando trabajo”, dice con otra de sus carcajadas silenciosas. Es decir, se pasa el día buscando cosas que hacer en su casa. Ahora comenta que cree que se ha soltado una anilla de la cortina de la habitación en la que estamos, pero no, está todo bien. “Saco ese cajón de ahí, por ejemplo”, dice señalando el mueble que tiene delante, “y me paso la tarde colocándolo para que cierre bien. Y si se me cae una cosa y no la encuentro, pues rodilla a tierra, por eso tengo la marca que te he enseñado”. Ante mi estupor me pregunta: “¿Qué hago, me dices qué hago si no?”. Está claro que la actividad también es su amiga, al llegar la he pillado poniendo una funda a un cojín.  

“Tengo una señora que viene martes y viernes dos horas, me hace el servicio y la cocina, el resto lo hago yo. Ahora estoy limpiando los armarios de la cocina”.

–¿¿¿Tú sola???

–Claro, me subo a la escalera. Mira, a mí no me vais a meter miedo. Aquí no hay miedo, por eso lo hago. Y como no hay miedo, lo voy a seguir haciendo. Yo me saltaba nueve escalones y me los subía de tres en tres como los chicos. Yo sé que saltar es un riesgo, pero subirte a la escalera de momento no es un riesgo, por eso lo hago.

Antonia cree que como siempre ha hecho las cosas de la casa, las hará mejor, a pesar de su edad y su ceguera, que alguien que no las haya hecho en su vida. “Me apaño, hay dificultades y no hago las cosas lo bien que me gustaría, pero me defiendo. Ahora tengo la lavadora puesta, lo que pasa es que no veo los números, así que me la tienes que mirar porque hay una cosa que he tocado algo y creo que no está bien”. Antes de irme vamos a mirar la lavadora, Antonia está mosqueada porque no le centrifuga y “estaba la ropa chorreando”. Da indicaciones para que coloque todo en la posición que tiene que estar.

Antonia no ve, vive sola y oye mucho la radio
Para Antonia la radio es una gran compañía, siempre la tiene puesta.

Cuando no se le ocurre trabajo que hacer en casa, “bajo al buzón y, si no hay cartas, pues subo y bajo, subo y bajo. Así me paseo. Y vuelvo para arriba y a lo mejor me encuentro con alguien”, dice riéndose.

“La dificultad más grande para mí es el no poder leer, si viene una carta te la tengo que dar para que me la leas. Me molesta, pero es así. Si quieres lo tomas y, si no, lo dejas”. Su otra gran dificultad es no poder salir a la calle.

–¿No sales?

–¡Concho, no salgo a la calle porque no veo! Lo que quiero decir es que no salgo todo lo que me gustaría. Yo iba en el autobús para acá, para allá y para el otro lado. Ahora si tengo que salir, salgo, pero no tanto como me gustaría. Hay días que Belén viene y salimos, o Isabel u otra amiga.

Según el Instituto Nacional de Estadística, en 2018 había en España 2.037.700 personas mayores de 65 años que vivían solas.

Y de repente ver: los caballos que sonrieron a Antonia

“Veo muy poquito. No te veo la cara, veo un bulto nada más. Llevaba gafitas a los 9 años. A mí las gafas me han costado mucho. Las gafas de ahora no son las de antes. En el tranvía entraba, miraba alrededor…”, por primera vez abre los ojos y pasea la mirada por la habitación como si estuviera en ese tranvía. “Y nada, la única que llevaba gafas era yo. Y algunas veces me las quitaba. Eran unas gafas muy gordas. Te llamaban cuatro ojos, gafotas. Esa es la vida”.

–¿Pudiste estudiar?

–Nada, la vida de antes no es la de ahora, hija. Además yo tenía mis gafas gorditas, con nueve dioptrías. Todavía ni sé si es de nacimiento. Entonces no te dejaban estudiar, no te dejaban trabajar. Yo me he leído libros subida en el váter para estar cerca de la ventana y que me entrara luz.

También “he sido la chacha de mis hermanos y de mi madre –su padre murió cuando ella tenía 4 años–. Cuando mis hermanos se casaron, empecé a vivir yo”. Antonia es la pequeña de cuatro hermanos varones. A pesar de las barreras, “sin tener carrera y teniendo pocos estudios, sin tener nada”, trató de que la contrataran de cajera en Almacenes Capitol. Y estuvo a punto, a pesar de sus problemas de visión, “pero al final no pude ir porque mi madre atendía una portería y se puso enferma con 56 años”.

–Y, ¿quién se tuvo que encargar de la portería cuando ella se puso mala?

–Tú.

–Ahí lo tienes. ¿Y quién no pudo ir a Almacenes Capitol? ­–hace un gesto de obviedad con la cabeza, sabe que su pregunta no requiere respuesta–. Había muchas cosas que no te dejaban hacer porque te decían que no veías bien, pero para otras, cuando hacía falta, bien que te ponían y no importaba que no vieras. No me habían dejado estudiar, pero para eso y otras cosas sí que veía. A mí me gusta coser, me gusta cortar. Fui muy jovencita a aprender corte y confección. Yo me hacía mi ropa, mis faldas, mis cositas, y ahora ya no las veo. Lo que más me gustaba era bordar en oro y plata, pero no me dejaron por los ojos, no me dejaban hacer muchas cosas por los ojos.

Antonia no echa de menos aquellos años, “si no me faltaran los ojos ahora, no echo nada de menos lo de antes. No tengo que agradecer nada a nadie y he vivido muy bien. Nunca he necesitado a nadie para defenderme, ni para contestar, ni para ir a un sitio ni para ir a otro, ¿comprendes?”.

Su madre ya había muerto cuando una mañana como otra cualquiera Antonia se despertó y no veía la ventana. Desde entonces Antonia se sometió a distintos tratamientos que posibilitaron que recuperara visión. “Y luego me operaron de cataratas y recuperé más. Ahí veía yo muy bien, estuve casi 20 años viendo muy bien”. Mejor que nunca en su vida.

–¿Sabes el edificio del Banco Bilbao que hay por Canalejas?

–Sí.

–¿Has visto los caballos que tiene arriba?

–Sí, sí.

–Yo no los había visto y me parecieron preciosos cuando por fin los vi. Hasta me parecía que me sonreían. Me quedé parada en mitad de la calle como atontada. Yo estaba acostumbrada a no ver los números de los portales de las casas cuando iba en le autobús y de repente vi los caballos que estaban allí arriba. Así que me quedé parada a mirarlos.

Tras 20 años viendo, Antonia perdió definitivamente la vista.

Antonia es ciega
Antonia solo vio bastante bien durante 20 años de su vida.

Amigos y familiares que ya no están

En distintos momentos de la conversación Antonia nombra a amigos y familiares que ya han muerto o a los que no ha vuelto a ver. Antonia está en la ONCE desde 1994. Allí hizo muchos amigos, “éramos muchos, una pandilla muy grande”.

A Antonia le gustaba viajar, antes de entrar en la ONCE viajaba con su cuñada –ya fallecida–. “A algunos viajes íbamos con el Imserso y a otros por libre”. Luego empezó a viajar con la ONCE. De hecho, recuerda que su primer viaje sola, “sin nadie de mi familia ni nada, fue a Palma de Mallorca con la ONCE. He viajado mucho con ellos”. En Palma se lo pasó muy bien, al poquito ya había hecho migas con otras personas del grupo.

“Éramos muchos amigos… Unos porque se van para siempre y otros porque se quedan pero no sabemos nada de ellos…”. Antonia se acuerda de su amigo Manolo, lo conoció también en la ONCE. “Este muchacho era casi ciego”. Se refiere a él como muchacho, pero según Antonia tiene más de 70 años. “Sabemos que quitando la mesa le saltó un tapón al ojo y tuvieron que quitárselo. Sabemos que está vivo, pero desde entonces no hemos vuelto a saber de él”.

Le da rabia no poder ir a las misas y entierros de los amigos que van muriendo porque “son lejos y los ponen tarde para que la gente pueda ir después de trabajar. Yo les digo una misa aquí al lado cuando voy y ya está”.

Vejez, seguir cumpliendo años

–¿Qué significa para ti la vejez, hacerse mayor?

–No ha significado nunca nada. Solo coger años.

Comenta divertida uno de sus secretos: “Ni una arruga tengo. Me lavo con agua y jabón de lagarto. Y la cabeza y el cuerpo también”.

Antonia cobra una pensión. “Si decimos que vamos mal, mentimos, y si decimos que vamos bien, también”, dice con una sonrisa pícara. “Te tienes que apañar, yo no me quejo. Yo disfruto y soy generosa. Me han enseñado y lo he aprendido así, que con lo que hay, hay que apañarse. Es como el no puedo, no puedo, no puedo… pues no, yo puedo. Tengo amigas con el no puedo y claro, al final no han podido. Si empiezas así, la única que me estoy perjudicando soy yo”.

Con los años el ocio de Antonia se ha resentido también. “A mí me gusta el cine, el teatro, la música. Pero no puedo ir a todo lo que quiero porque las amigas que tengo son unas roñosas. Si las llevas gratis, sí. Si no, no van. Por eso yo casi ya no voy”.

–¿Esperas algo de la vida?

–Vivir como estoy viviendo, que me pueda valer y nada más. No espero nada más. Y el día que no me pueda valer, que vengan a por mí y me lleven. A mí no me van a ir a llevar flores al cementerio, qué más me da entonces que me tiren, que me quemen, lo que sea.

La batalla con los médicos

Antonia se queja de que hay veces en las que tiene que enfadarse para que los médicos le hagan caso. Le duelen también algunas de las cosas que le dicen. “Con años y mayor es muy malo. Vas al médico y te dicen: ‘¿Qué quieres con los años que tienes?’. Pues estar bien y nada más, no dar la lata a nadie. Eso es lo que quiero. Encima me dicen: ‘No tienes una arruga en la cara, ¿qué quieres?’. Pues morirme no porque sé que no me voy a morir hasta que el de arriba no quiera”.

“Yo me encuentro bien de salud. Tú no hagas caso a los médicos. Te hinchan a pastillas, chica”, dice riéndose. “Te dan dos pastillas, pues tú toma una, la otra que se la tomen ellos”, me aconseja mientras se sigue riendo.

“No te lo iba a contar… pero te lo voy a contar”, dice animándose. “La última vez que fui al médico fue para que me miraran la arritmia, por si me tenían que poner una válvula. Me hicieron allí las pruebas con el gel ese que te ponen y las ventosas y me dijo el médico que estaba todo bien, que había mejorado y que no me tenían que poner una válvula. Entonces yo dije: Gracias, Dios mío por no ponerme la válvula. No espera, dije –se queda unos segundos pensativa–: Gracias, Jesusito por no ponerme la válvula. Y entonces el médico me dijo: ‘Jesusito no te ha puesto la válvula, pero te quitó los ojos’. Le podría haber dado una patada ahí mismo, lo tenía a tiro, pero como lo pensé no lo hice. Pero es lo que quería haber hecho, darle una patada ahí mismo por decirme eso. Todavía me duele lo que me dijo, no se me olvida. Hay muchas cosas en la vida que no se te olvidan para nada”.

Episodios como el del médico llevan a Antonia a afirmar “que me están haciendo mala”.

–¿A tu edad?

–Palabra que sí. Soy desconfiada un poco, me confío y luego me llevo el desengaño a lo mejor.

Médicos aparte, a Antonia lo que más le gustaría es “poder tener mis ojitos y poder ayudar a la gente. Ayudar como sea. Así soy feliz. Hay gente que está enferma que yo conozco y me gustaría ir a ayudarlas, pero viven lejos”.

Antonia es una persona mayor que vive sola
Antonia solo espera de la vida que se pueda valer por sí misma.

La familia bien, gracias

“Tengo sobrinos, pero es como si no los tuviera”. Cuando habla de sus sobrinos se entristece. Son ya mayores, el más joven tiene más de 50 años. Antonia sigue tranquila, pero hay algo en ella, en el gesto de su cara, un pequeño detalle en la voz que reflejan tristeza.

De hecho, las dudas sobre lo que decir y lo que no vienen por la familia. “En realidad no he dicho nada que no le haya dicho ya a ellos”. Aun así las dudas están ahí. Después de darle vueltas decide que prefiere que no salgan sus apellidos ni su cara en las fotos.

Antonia tiene unas manos muy bonitas, vamos a centrarnos en eso. “Las tengo ásperas de estar con amoniaco, pero mis manos son mis ojos, eso no te lo he dicho, ¿no?”.

*Con ayuda de nuestra amiga común Belén, hemos leído a Antonia su historia y le hemos contado cómo son sus fotos para que sepa cómo ha quedado todo. Ella nos pide que se la grabemos en una cinta para que pueda escuchar su historia de vez en cuando.

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12 Comentarios

  1. Adriana

    Muy bien escrito Estrella. Cuando he acabado de leerlo me ha quedado una sensación estraña, no sé si dulce o amarga.
    Enhorabuena Winnie!!

  2. Patri

    qué sensibilidad!!!!
    Me encanta el encuentro, me encanta Antonia, Belén y Winnie!

    Besiño a las tres.

  3. Mar

    Precioso artículo. Una gran mujer Antonia. Pero me entristece vivir en una sociedad que no cuida de ellas.
    Muchas gracias Winny.

  4. Guada

    Me encantaría conocer a Antonia!! Una historia triste y muy real, solitaria porque quiere y porque no tiene más opción…. Y sin poder ver!
    Que bien lo cuentas amiga! Enhorabuena

  5. Rosalinda Galán

    Qué preciosidad de entrevista y qué sensibilidad la vuestra para tratar y retratar la pureza y la belleza de una situación tan dura desde el respeto y la verdad.

    Gracias por ésto!

  6. Sandra

    Qué ternura me ha dado esta entrevista, me he acordado un montón de mi abuela que ya no está. Ella también veía muy mal y tenía gafas muy gordas desde niña. Cuando tenía 18 años, justo después de nacer su primera hija, tuvo un accidente y perdió un ojo, llevaba uno de cristal que no se movía, siempre miraba al mismo sitio. Y así y todo, tuerta y con gafas de culo de vaso en el ojo que le quedaba fue capaz de sacar adelante su casa y a un montón de hijos.

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