Su hablar es suave y pausado. Ella es delicada y dulce. Se llama Marta y prefiere no dar sus apellidos. “Habrá fotos que me identifiquen, no tengo ganas de comparecer con apellidos como una figura pública, tampoco soy Messi”, dice con una sonrisa vergonzosa. Tiene 30 años y es de Barcelona.
Duda cuando tiene que escoger la palabra adecuada para definir su realidad. No le gusta sensibilidad extrema, ni alta sensibilidad. Finalmente opta por sensibilidad pronunciada o particular.
“Una palabra puede ser demoledora. A mí me han dicho varias veces qué rara eres y esto puede doler más si ya por dentro sientes que no encajas en algunas situaciones. En mi caso que me digan esto ha agravado el sentimiento de inseguridad, la pérdida de autoconfianza y, sobre todo, la necesidad de esconderme; piensas ostras, realmente debo de tener algo que cuando no brilla es horrible. Digo cuando no brilla porque cuando produces el efecto adverso en el silencio, en lo bonito, la misma persona te puede calificar de lo contrario. A mí esto me engendra más rabia, aunque ha habido un trabajo de años para aprender a prescindir de comentarios así”.
“He tenido la suerte de que siempre he sido respetada por méritos académicos, pero el desgarro interior… Nunca he podido estar en un gran grupo de amigos, no cuadraba y me marchaba a llorar porque duele que te supere una situación así. Todos somos especiales a nuestra forma pero cuando te pasan cosas particulares a veces lo que quieres es esconderte y no contarlas”.
¿Qué es una sensibilidad pronunciada o particular?
“Desde bastante pequeña he sido una persona que he tenido procesos sensoriales que me han llevado a una adaptación lenta; he tenido bastantes momentos en que me he visto sobrepasada, aunque ahora no me sucede con la misma frecuencia. En un restaurante, por ejemplo, me veía totalmente abrumada por el ruido, por tener gente comiendo tan cerca. Era capaz de levantarme e irme, pero entonces me sentía culpable y lloraba. La sensación de huir muy rápido produce mucha culpa, pero tienes que huir porque no puedes soportar tantos estímulos, tú tienes que procesarlos de otra forma. Y esto es lo que genera la sensación de rareza que puede doler. Si hay mucho ruido la gente grita más y ya está, pero quien se queda paralizado es como que te pone el foco y señala más la incapacidad de la persona”.
“Asumes las vibraciones sonoras o visuales con una agudeza bastante profunda que a veces te impide encontrar tiempos y espacios para procesarlas. Yo me he visto atacada por perfumes, sonidos, brindis, conversaciones, y tengo ganas de quedarme, no es que no quiera, es que no puedo, es que si me quedo tendré un ataque de pánico. Cuando te vas hieres a la persona con la que estás por miedo a ser herida tú, son escenas cotidianas que para mí pueden ser una bomba por el simple miedo de decir no puedo integrar olores, colores, sonidos, energías, personas que hablan; me sobrepasan las circunstancias ambientales”.
“Hay veces también en las que sucede por bien, no es solo por mal. Una flor en un parque puede ser una fuente de felicidad enorme y te llena toda la semana transportándote a un imaginario muy potente. Gracias a lo que sientes o vives puedes transmitirlo y aportar belleza, lo cual es maravilloso. Cuando es incómoda la gestión es cuando tiene una repercusión social negativa porque causas un impacto que no siempre es comprendido y a partir de ahí te sientes sumamente culpable porque socialmente sabes que no has cumplido con las expectativas. La gente se pregunta qué te ha pasado o dónde estás y tú no puedes responder no por falta de empatía o educación, sino porque no puedes lidiar con tu propia situación. Te sientes maleducado, como alguien que ha faltado al respeto y ello provoca que te sientas peor”.
“Si tú simplemente vives en otro mundo sensorial y necesitas más tiempo para asimilar cambios, darás, por ejemplo, más rodeos para llegar a un sitio. Yo en las ciudades en las que he vivido siempre he desarrollado caminos para llegar a un sitio que no tenían sentido desde el punto de vista logístico. Si le explicas a alguien que inviertes más minutos en llegar a un sitio para evitar según qué calles porque te resuenan a un cierto color que quieres evitar, obviamente se piensa que estás como un cencerro, pero también puedes encontrar a alguien que entienda que te hace sentir mal una calle porque la ves muy marrón y despierta en ti ciertos miedos; esa persona comprende que para llegar tienes que dar una vuelta”.
Sensibilidad: pánico y ansiedad
“Yo me he autoencarcelado anímicamente, no físicamente, aunque a veces una cosa lleva a la otra. Me he autoencarcelado por vergüenza de ser diferente. Como parte de mi proceso he ido superando esta fase y ahora cuando miro para atrás pienso que es bonito que haya sido así porque si no, no sería yo”.
“La ansiedad la he vivido y en mi caso está acompañada de obsesiones y preocupaciones. Mi rango obsesivo se manifiesta donde más en el trabajo. Siento que mi cuerpo está en un séptimo piso y va a caer, como si te fueras a morir. Sabes que no te vas a caer pero en mi caso es temblor, palpitaciones, lloras y un pánico que tienes que gestionar. Mi forma de gestionarlo ha sido muy mala durante años porque ha sido desde el susto, hasta que llegas a un punto de desesperación de no poder más. A veces he acudido al Diazepam, me ha costado muchos años aprender a gestionar estos episodios desde un cierto humor. Ahora es como vale, me siento en la cama a ver si me muero y ya está. Bienvenida seas. Y al cabo de unas horas el cuerpo se va calmando”, dice con una sonrisa tímida. “Es dolor del alma, que existe pero suele ser muy rechazado”.
“Ahora la ansiedad es bastante puntual pero he vivido procesos de estar tan cerca de la sensación de muerte… Así que ha habido miedos de todo tipo y muy profundos, no quiero compartirlos por que no acabaríamos nunca”, dice sonriendo. “También tengo mis rituales para apagarlos de forma ficticia pero que a mí me sirven”.
“En mi caso las inseguridades y los miedos también están muy vinculados con un cierto grado de perfeccionismo que te lleva a una insatisfacción bastante profunda contigo mismo y a hacerte daño de forma interna, mentalmente”.
Herramientas para crecer
“No estoy de acuerdo con las etiquetas, las personas nos transformamos. Ahora no siento que la sensibilidad me limite pero sí he sentido que me ha limitado durante bastantes años. Durante la adolescencia fue cuando más tratamiento psicológico recibí. He pasado por varios psicólogos y los comentarios que me llegaban eran que como me gustaba leer y escribir, que me centrara en eso y ya está, que cultivara mis puntos fuertes. Yo lo hacía pero así estás empequeñeciendo más a la persona. A un adolescente le sabe mal esta soledad, es una limitación bastante mayor de lo que podemos pensar”.
“Tengo mucho respeto por la psicología y la psiquiatría, que puede ser de enorme ayuda para muchas personas, pero mi punto de vista es crítico. La mayoría de los límites que he recibido han venido desde el ámbito psicológico. Se me invitaba a cultivar mis puntos fuertes, siempre desde un ámbito académico, pero al mismo tiempo también se me invitaba a quedar escondida en cuanto a retos personales que pudieran desestabilizarme: quédate en entornos más pequeñitos, vive en sitios a los que estés acostumbrada, evita situaciones nuevas. Pero tener esta personalidad no te quita las ganas de ser curioso, aunque los golpes que te dan son mayores, los golpes te fortalecen”.
“En mi caso estas prescripciones creo que les han salido mal porque he decidido hacer lo contrario, en parte con una gran rabia por la necesidad de decirme y de decir que a mí nadie me limita, nadie me dice cómo soy y cómo no soy. Yo soy lo que puedo ser. Me sujeté en la disciplina, en estudiar, que son mis fortalezas que me han respaldado de forma positiva para aprender pero también de forma tóxica por la autoexigencia: el no permitirme cometer errores en la etapa estudiantil. Después de la tesis –soy profesora asociada en la universidad– dije quién soy yo fuera de todo lo que me he empeñado en hacer y producir para demostrar que tenía fuerza y valentía para adaptarme. Sentía que tenía una necesidad de autosuperación desde la rabia y desde las ganas de ponerme a prueba. Ahora sé que me queda recorrido pero no siento esa necesidad de demostrar que soy más valiente de lo que se puede”.
“Yo he tenido curiosidad, he querido ver mundo, ponerme a prueba. Académicamente cada año conseguía una beca de excelencia para ir para allí y para aquí. He vivido en siete ciudades y países distintos y todos ellos han formado parte del proceso de aprendizaje, aunque las primeras veces fueron muy duras. Los psicólogos me calificaban como persona frágil que siempre debería estar como protegida y a mí lo que realmente me ha ayudado ha sido la necesidad de hacer mi camino, romper con ataduras y reglas”.
“También me ha ayudado mi gente. Amigos y familiares, sobre todo amigos. El trabajo de hacer amigos requiere una valentía y supone la grandeza de encontrarse con gente. No soy de mil amigos pero tengo suerte, tengo gente a mi alrededor que soy joyas, son pilares. También me ha servido mucho el psicoanálisis, es la única terapia que no me ha puesto límites y pienso que esto es esencial para personas que deben convertir su fragilidad en su fuerza, que tienen que aprender a vivir con ello. Es algo de lo que no tenemos que escondernos, una parte de ti está más fragilizada por la adaptación al entorno pero eso también genera una fortaleza; con el tiempo he aprendido que soy frágil pero que también tengo valentía. Hay que normalizar la fragilidad, en el psicoanálisis he encontrado la forma de ver, de conocerse, de aceptarse para que una aprenda a dejarse en paz dentro de sus posibilidades. Aprendes a integrar la tristeza profunda, el miedo, el pánico. Todavía hay momentos y me quedan cosas por aprender a gestionar, sobre todo me sigue surgiendo un instinto de esconderme”.
Vivir con una misma y con los demás
“Hay veces que hablo de esto con mi gente más cercana. Me costó verbalizarlo porque en mi caso esto ha ido acompañado de una gran inseguridad y vergüenza que he ido superando. El miedo y la culpa, el no querer molestar, el no querer ponerle a una persona la cabeza como un bombo con tus cosas. Y me ha costado también en la medida de encontrar a gente que entienda porque también pesa mucho la sensación de ¿y ahora qué te pasa? ¿Por qué te pasan estas cosas si lo tienes todo?”.
“De entrada me asusté cuando descubrí Grandes Minorías. Me dio miedo la exposición de tantas vidas, algunas desgarradoras. La valentía de compartir y de poder ayudar a alguien… Se lo conté a una amiga y le pregunté qué le parecía. Ella me respondió que le parece admirable la serenidad con que me enfrento a las cosas y que esto puede ser valioso para otros. Así que, igual que a mí me han ayudado otras personas con sus historias a sentir que no soy la única, y aunque hacer esto me dé vergüenza, solo pretendo poder apoyar a gente que se identifique conmigo; no quiero dañar a nadie ni dar lecciones, no me considero ejemplo de nada”.
“Reflexiono bastante, con sus pros y sus contras; los contras son que no te dejas en paz. Intento crear espacios de paz personal para vivir mejor. Ha habido muchas veces que no he tenido este espacio y por eso lo necesito, necesito vivir más en paz conmigo misma, aligerar la carga vital. Tener la sensación de tener más calma interna y vivir mejor conmigo”.
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