“Me llamo el pupas”. Carlos Vidal Massanet tiene 56 años. Cuando empezamos a hablar me dice con una sonrisa que tenga open mind –mente abierta–. Carlos va en silla de ruedas. Mientras hablamos hay ocasiones en que le tiembla la pierna derecha, otras las dos y otras ninguna. Es algo que viene y va. “Soy de A A Algeciras, Cádiz”. Cuando Carlos habla mira hacia arriba con la cabeza y también con el tronco. Su espalda se apoya en la silla como si acabara de arrancar una veloz atracción de feria que te impide moverte y te tiene con la espalda literalmente pegada al asiento casi a punto de salir propulsado. Su cuerpo se enfoca a proyectar las palabras que va a decir. Con esa postura podría parecer que de su boca va a salir un chorro de voz, pero todo lo contrario. Carlos habla despacio, a veces tartamudea, se atasca. Su voz sale sin fuerza, sientes que te llega casi por los pelos.
Carlos usa mucho las manos con distintos gestos que le ayudan a completar su discurso. Hace números con lo dedos o recrea situaciones, lo que haga falta para agilizar un poco lo que dice. Sus ojos son expresivos, son los que más conectan con su interlocutor. Con esa postura enfocada hacia arriba ves su lengua moviéndose arriba y abajo mientras habla. Tiene un vaso de agua cerca, cada poco rato bebe. Da la sensación de que hablar para él es agotador. “Físicamente es un esfuerzo porque yo hiperventilo cuando hablo. Esto condiciona mucho mi vida social. Si hay algún tipo de ruido de fondo, ahí ya, o o o o olvídate. Yo hago así”, y hace como si se pusiera una cremallera en la boca, “porque para qué, así no me canso. Yo el ruido lo noto mucho. En los centros comerciales el hilo musical cada vez es más alto y mete más caña, que por lo visto es una estrategia de marketing. Te hablo del Mercadona, del mercado municipal. No te hablo de tiendas de moda un poco así. Coño, parece”, dice mientras se pone a bailar en la silla, “parece que estamos comprando pepino y tomate” y vuelve a bailar divertido como si el supermercado fuera una discoteca. No es fácil entender a Carlos, hay que tener paciencia, así que con ruido de fondo no me quiero imaginar la dificultad. “Todo lo mío es raro. Todo menos yo. Yo soy muy normal”, avisa.
–Mi batería dura media hora.
–¿La de la silla?
–No, la mía.
–¡Pues ya llevamos más de media hora hablando!, ¿prefieres responder por escrito a las preguntas?
Carlos asiente complacido.
Carlos tiene Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) subtipo combinado, síndrome de piernas inquietas y paraparesia espástica familiar. Según la Fundación Cantabria de Ayuda al Déficit de Atención e Hiperactividad, el TDAH afecta a entre un 5% y un 10% de la población infantil, llegando a la edad adulta en un 60% de los casos. El síndrome de piernas inquietas afecta a entre el 5% y el 10% de los adultos europeos y norteamericanos, según la publicación IntraMed, aunque muchos no saben que lo tienen. Por su parte, la paraparesia espástica familiar afecta a 1 de cada 20.000 personas en Europa, según Feder.
TDAH: falta de diagnóstico e incomprensión familiar
“En casa nunca hubo comunicación fluida. Yo siempre me sentí distinto. Desde mi más tierna infancia me sentí desubicado –entonces Carlos todavía estaba muy lejos de saber que tiene TDAH–. En aquellos tiempos había mucha violencia, tanto verbal como física, se educaba a través del castigo. Yo era un niño eléctrico, lleno de tics nerviosos y taras de fabricación. En el ambiente familiar tocaba someterse porque de lo contrario te llovían hostias literalmente. Aun así yo era el espíritu de la rebeldía, había un doble dentro de mí que me obligaba a ser díscolo, a no obedecer, a no sujetarme a las normas impositivas. Lógicamente establecimos un pulso que duró 18 años. Mi madre hacía valer su voz sirviéndose de la fuerza física, el mal hábito de educar pegando. Ella lo veía como un deber. Yo era un arbolito torcido y ella tenía la obligación de enderezarme. Con estas premisas educativas mis taras y tics nerviosos, así como mi personalidad rebelde y díscola, se vieron reforzados”.
“El castigo físico era muy común en mi madre. Han pasado 40 años o más de mis vivencias de infancia y adolescencia y todavía lo revivo con mucha intensidad y emociones negativas, me sigue doliendo todo. Yo ahora soy consciente de que era un niño con dificultades de todo tipo a causa de mis taras de serie que en su momento nadie supo ver y tanto mi madre como yo nos limitamos a sacar lo peor de nosotros mismos. Así nos fue, estábamos agotados. Entramos en un bucle de jodernos mutuamente. Ella estaba cansada de mí y yo de ella. Nos hicimos mucho daño, hasta que me fui a vivir a otra ciudad, de no haberlo hecho hubiera sido desastroso para mí”.
Carlos recuerda a su padre como ausente. “Se pasaba el día trabajando, solo lo veía por la noche a la hora de la cena y nadie podía hablar mientras escuchaba el informativo. Esa fue la relación con mi padre. Al menos él no me pegaba. Tampoco se enteraba del daño físico y psicológico que me infringía mi madre. Mi padre se fue de este mundo sin pena ni gloria y sin haber compartido con él alguna charla, éramos como dos extraños, ninguno supo gozar del otro. Se fue tan en silencio como pasó por la vida”.
Un adolescente TDAH que no sabe que lo es
“Evidentemente yo no era un angelito. Llegué a la adolescencia y a la edad adulta con unos déficits de autoestima muy severos. En mi adolescencia fui consciente de que yo era un problema para mis padres y que sentían vergüenza ajena por mí”.
“Yo desde la infancia no soporto el aburrimiento, yo era todo acción”. Siendo adolescente Carlos se dio cuenta de que era homosexual. Aunque “yo me cuidaba mucho de mostrarme diferente al resto de mis compañeros de instituto”. En cuanto a las relaciones sociales, “yo iba de flor en flor, nunca llegué a entablar unas amistades sólidas, a establecer unos vínculos de amistad fuertes e inquebrantables. Eso era impensable para mí, yo prefería diversificar mis amistades. Esta personalidad mía tan inestable y volátil hacía que me encontrara solo, yo nunca tuve ese gran amigo o amiga al cual uno le cuenta lo mas profundo de su ser y viceversa. Yo podía ser amigo de un grupo de gitanos por la mañana, después de comer ir a casa de algún compañero de instituto, por la tarde ir con otros conocidos que fumaban porros y terminaba de noche en el paseo marítimo donde había una fauna que era invisible durante el día”.
Él no empezó a visibilizar su homosexualidad hasta que se fue de Algeciras, “bastante tenía con que me identificaran con porreta y medio golfo por mi fracaso escolar y mis compañías, donde entraba todo tipo de sociedad underground: prostitutas, camellos de baja estofa, chulos, macarras, gitanos, etc.”.
El fracaso escolar y las drogas en un TDAH
“En la etapa de educación secundaria conocí lo que sería por muchos años mi refugio, mi paz, mi calma: la droga. Los porros llegaron a mi vida en mala hora porque había conseguido llegar a tercer curso de BUP y solo faltaba un año más para llegar a la facultad. Me quedé en el camino, mis padres no soportaban verme repetir curso y yo estaba en plena crisis. A mi desorden neurológico o mental se había sumado la apatía que me producía todo, incrementada por los porros. Yo necesitaba un chute de autoestima”.
“En mi ciudad natal fumaba a diario. Durante el tiempo que duraba el efecto me sumergía en un mundo paralelo sin dolor, el fumar me anestesiaba los sentidos y me transportaba a un estado de paz, sin la tortura de pensamientos inconexos que me hacían vagar sin prestar atención a nada ni a nadie. No era capaz de escuchar con claridad los mensajes que me llegaban y todo esto sumado a la inquietud motora que tenía daba como resultado un cóctel explosivo, me sentía cada vez más perdido. Nadie me preguntó ‘¿que te pasa Charly? ¿Qué te preocupa? ¿Por qué fumas porros? ¿Por qué andas con gente marginal?’. Yo me sentía diferente y era diferente por muchas razones”.
“Mis coqueteos con las drogas continuaron de forma asidua, había una total desinformación de las consecuencias de las drogas duras como la heroína, brown sugar, LSD, cocaína etc. Las anfetaminas y la cocaína, dos potentes estimulantes del sistema nervioso central, a mí en algunas ocasiones me provocaban el efecto contrario: conseguían calmarme a un nivel totalmente sedante. Estaba serio, totalmente concentrado y sosegado. Ahora mismo los estimulantes, fármacos que están sujetos a un riguroso control por parte de las autoridades sanitarias, son la base de mi tratamiento farmacológico para el TDAH”.
Cuando era joven Carlos probaba todo lo nuevo. Dice que siempre ha tenido una personalidad adictiva debido a su TDAH. Para drogarse a veces robaba dinero a sus padres.
Un salida profesional para un TDAH que no sabe que lo es
“Al fracasar en los estudios tuve que buscar salida en la Formación Profesional. No había muchas opciones donde escoger y yo estaba desesperado por darle a mis padres una tranquilidad que no tenían y que empeoraba por días porque yo seguía adentrándome en el mundo sórdido”.
Carlos estudió hostelería y realizó sus primeras prácticas en Marbella. “Yo seguía en mi mundo paralelo y Marbella fue para mí una fuente de luz y libertad. Haciendo prácticas en un hotel de lujo sucedió algo muy desagradable que da una idea de mi impulsividad. Actuaba por impulsos muy fuertes, cada vez necesitaba descargar mas adrenalina y empecé a repetir esquemas que anteriormente había ejecutado con resultados muy devastadores: empecé a robar de nuevo, esta vez a los clientes del hotel. Yo nunca fui consciente de las consecuencias de mis actos y menos del valor de los objetos sustraídos. Salía con frecuencia por la noche a divertirme, tenía 18 años recién cumplidos, y era libre. Tan libre me sentía que me ponía los objetos robados con total impunidad para lucirlos en la noche loca de Marbella. Ni que decir tiene que mis hazañas pronto tuvieron una recompensa: fui arrestado y encarcelado dos semanas. Quién sabe si entre aquella fauna humana que había allí no hubiera más de uno con mi mismo trastorno, el TDAH”. Según un estudio de la Universidad de Oviedo, la prevalencia de TDAH es hasta cinco veces mayor en la población reclusa que en la general.
“Cuando me sacaron mis padres me esperaba el siguiente drama: el de una madre destrozada y avergonzada de su hijo”. Entonces Carlos consiguió que lo dejaran marchar a Granada para terminar sus estudios de hostelería, “cosa que me salvó de hundirme más en el océano de las drogas y de mis carencias emocionales y afectivas”. En Granada su vida cambió algo. “Me aficioné a la bicicleta y a correr como deporte. Esto era realmente una válvula de escape a mi inquietud motora. Hacer deporte se convirtió en una obsesión, me hacía mucho bien, me calmaba”. De Granada fue a Madrid, donde ha vivido hasta hoy. Allí siguió estudiando otra rama de hostelería mientras trabajaba en distintos restaurantes. Perseguía sus sueños, “que no eran otros que demostrarme a mí mismo y al mundo que era y soy una persona muy valiosa”.
Y llega el diagnóstico, el TDAH contado por quien lo vive
“Nunca fui un flojo para el trabajo, quizás por esa inquietud motora tan propia del TDAH y obviamente estimulada desde pequeño por el entorno familiar, donde no se permitía estar ocioso, estaba mal visto estar desocupado”. Carlos trabajó en varios restaurantes como cocinero hasta que en 1992 “conseguí un traspaso de un local en Chueca, era un restaurante mini, apenas tenía 10 mesas. Conseguí desarrollar una actividad profesional que me llenaba tanto que vivía por y para mi negocio. Me convertí en un adicto al trabajo”. Había nacido el restaurante A’Brasileira. En el restaurante le fue muy bien durante casi 20 años. “La aceptación del público y la caja registradora me subieron la autoestima, me sentía por primera vez en mi vida importante”.
Carlos estaba contento en el terreno laboral, “ganaba mucho dinero, pero en cuanto salía del trabajo aparecía una insatisfacción, una angustia existencial que podía conmigo. Durante al menos 10 o incluso 15 años dejé de fumar porros y empecé a buscar alivio en la terapia psicológica. Pero tuvieron que pasar más de 50 años para saber que mi diferencia, mi inquietud motora, mi personalidad voluble e inestable, se llamaba TDAH”. Este diagnóstico puso nombre a “una vida caracterizada por huir de mí mismo. Una vida caótica, llena de inquietud motora que hacia imposible que yo estuviera quieto durante cinco minutos. Una vida con una desconexión del mundo que me rodeaba y una falta de interés por todo lo impuesto, y una impulsividad brutal que me llevaba a situaciones límite de las cuales no era consciente. Tan desconectado he estado toda mi vida que no escuchaba a nadie, ni siquiera a mí mismo porque era imposible prestar atención a esa lluvia de pensamientos inconexos que me caían. Este desorden del neurodesarrollo ha marcado mi vida de forma caótica y he causado mucho sufrimiento a mis seres queridos, familiares sobre todo, y a mí mismo. Por lo menos en mi caso es un sufrimiento que arrastras toda tu vida por una sensación de frustración constante, una autoestima por los suelos a causa de los interminables fracasos y una falta de apego a todo”.
“Así he sobrevivido durante 54 años, hace 2 que estoy diagnosticado por un especialista en TDAH. Si este desorden del neurodesarrollo se aborda en una edad temprana, posiblemente no haya mayor problema que un seguimiento médico”. En el TDAH hay distintos grados de gravedad. El grado de Carlos es alto, así que “el problema serio llega cuando un niño no es diagnosticado ni tratado a una edad temprana y pasa a la edad adulta. Yo en los 70 era un niño muy inquieto que movía mucho las piernas en un tic impulsivo que no podía controlar. Al mismo tiempo me comía las uñas, me hacía pipí en la cama. Hasta los 14 años me arrancaba las pestañas, pelos de las cejas y más tarde vello púbico. Mi madre atajaba estos tics como sabía, con castigos físicos. Desde pequeño no atendía a estímulos que se supone que deberían llamar mi atención y concentración como dibujos animados, tebeos, libros de literatura infantil y juvenil. Nada de todo lo enumerado fijaba mi atención, solo la calle de mi barrio me daba la libertad de acción que mi cuerpo me exigía para calmar mi necesidad motora”.
“Yo era amigo de todo el mundo y de nadie, y así hasta el día de hoy. No tengo un apego especial de amistad o vínculos afectivos duraderos en el tiempo, me suele aburrir la gente. El TDAH busca lo nuevo, el placer rápido, descargar adrenalina, busca el riesgo”. A Carlos le sigue costando concentrarse y mantener la atención, lo que ha influido en el tiempo que ha tardado en enviarme las respuestas a las preguntas.
“Actualmente pertenezco a una sociedad de adultos afectados por TDAH, también recibo terapia psicológica, tratamiento farmacológico y terapia con una psiquiatra”.
Paraparesia espástica familiar
Hace 15 años, antes de ser diagnosticado con TDAH, “por desgracia me enfermé con una de las llamadas enfermedades raras”: paraparesia espástica familiar. Carlos tiene otras enfermedades, pero esta es la más limitante.
“En un año del que no quiero acordarme apareció el alien, el octavo pasajero, la enfermedad más aberrante del mundo mundial, al menos para mí, que en apenas un año me dejó en silla de ruedas y con daños colaterales como una vejiga neurógena. También me trajo una disfunción más que se llama disartria, y el no poder hablar con fluidez supuso una cadena perpetua”.
Los primeros meses y años con paraparesia espástica familiar “no estaba preparado para recibir tanta caña en un mismo cuerpo y en una misma persona que ya venía tocada desde el principio. Yo era un antisocial sumiso y simpático que necesitaba ir por libre para no sentirse agobiado. Necesitaba volar en cualquier momento que la inquietud apareciera y ahora ya no podía huir. La paraparesia espástica familiar me producía una discapacidad. Me quería morir, entre otros motivos, porque no podía atender como yo estaba acostumbrado a mi negocio. No entraré en detalles sobre el inicio de la pesadilla, demasiado dolor. Iba a las consultas de médicos, nadie me decía nada, nadie sabia nada, mi forma de andar era horrible, dolorosa, mis piernas estaban totalmente rígidas, como las de Frankenstein, no me respondían. En cualquier momento me caía al suelo de forma tonta. Lo recuerdo con mucha tristeza. Cada vez las caídas eran más frecuentes y mas dolorosas. Fue una pesadilla sin fin, solo quería despertar, no podía ser. Al menos el destino se apiadó de mí y me permitió seguir vivito y coleando”.
“Así estuve dos años sin diagnóstico hasta que una becaria me hizo todo tipo de pruebas y me diagnóstico de paraparesia espástica familiar. Sabía que había empezado el principio del fin de mi negocio de restauración. Empecé a preparar el final de mi vida laboral. Mi restaurante y yo éramos dos en uno”. Carlos y su marido vendieron el restaurante. “Mi pareja fue un puntal primordial en mi vida y lo sigue siendo. Gracias a su paciencia, su tesón, su positivismo, a toda su persona, todo llegó a buen puerto porque yo ya me había rendido ante tanta adversidad”.
La hiperactividad del TDAH frente a la discapacidad de la paraparesia espástica familiar
“Me jodía, me escocía, pensar que estaba perdiendo mi autonomía a pasos agigantados. Me dolía perder mi libertad de movimiento, mi libertad para expresarme con fluidez. Ahora hablaba lento, muy lento. Escuchaba a la gente hablar y me parecían muy acelerados, ¿cómo era posible que pronunciaran tantas palabras por minuto? Además tenía que hacer pipí cada media hora”.
La disartria “es un habla como de borracho o de disco vinilo a menos revoluciones. Mi lenguaje era cada día menos inteligible, esta disfunción me sobrepasaba. Era y es horrible ver a la gente que se comunica y yo mientras pidiendo permiso para pronunciar una palabra bien vocalizada”.
Como dice Carlos, la paraparesia espástica familiar, con todos sus “regalos envenenados”, lo mandó al mundo de “los despacito” cuando su vida siempre había sido puro movimiento. Poco tiempo después apareció el síndrome de piernas inquietas. “En comparación con la anterior es muy inofensivo, pero molesta porque se trata básicamente de dar por culo. Cada vez que te vas a la cama, sientes una inquietud motora en los pies y sufres, al menos yo, una especie de descargas eléctricas o impulsos nerviosos que te hacen mover los pies cada veinte segundos como si fuera un tic”.
Su mundo de “los despacito” se desarrolla principalmente en su casa con su perrita Luisa y su marido. Se casaron hace unos 10 años y llevan juntos 23. De su marido no se aburre, es su único vínculo afectivo que le ha durado en el tiempo. Carlos anda en casa con un andador. Lo hace muy despacio, pero prefiere dejar la silla para la calle. Sigue cocinando –y muy bien por cierto– y dedica también parte de su tiempo a la pintura, actividad que ha descubierto recientemente. La pintura es más que un hobby, es una nueva adicción, es parte de las herramientas que le han ayudado a asimilar el Carlos que es ahora.
Ninguno de sus padres vive ya. “A mí me ha costado muchísimo perdonarme a mí mismo y perdonar a mis padres. Yo soy consciente de su amor hacia mi persona, aunque no me supieron tratar porque yo les superaba. No sabían qué hacer conmigo, nadie tuvo la culpa, estoy convencido de que ellos lo intentaron en numerosas ocasiones sin resultados positivos y de que lo hicieron lo mejor que supieron según su criterio. No me queda ninguna duda de que si ellos tuvieran la oportunidad de leer este texto que relata parte de mi vida, nos abrazaríamos en un abrazo eterno”.
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Maite
No es recomendable leer estos artículos floja de ánimo! Me encuentro llorando sin razón… mucho ánimo Carlos! Te lo dice una disartrica muy independiente harta de que la traten de imbecil en todos lados.
Winnie
¡Ánimo para ti también, Maite!