Sara duda, se lo piensa. No sabe si dar sus apellidos. Pasan unos segundos. “Te puedo decir que el apellido de mi madre es Morales, y ese apellido sí que lo llevo con mucho orgullo”.
Sara tiene 30 años, es de Madrid y vive en la capital. Tiene unos ojos enormes, muy tiernos y afables. Su manera de hablar es dulce, así como su cautivadora sonrisa. Está relajada y cómoda, pero piensa bien lo que quiere decir. Quiere transmitir varios mensajes, así que escoge las palabras. En ocasiones se queda pensativa, gira la cabeza hacia su derecha y deja la mirada perdida a través de la ventana del bar. Son solo unos segundos, lo justo para ordenar lo que quiere decir a continuación.
Sara quiere una revolución en el mundo de la salud mental.
Diagnósticos y etiquetas
“Pues yo he tenido cuento, muchísimo cuento”, dice con una sonrisa, “desde los 5 hasta los 25 años. Es un cuento muy largo”, vuelve a sonreír. Al menos eso era lo que le decían, que ella no tenía nada. Luego llegaron en torrente los diagnósticos o etiquetas, como ella los llama. He tenido trastorno alimentario compulsivo, depresión unipolar, ciclotimia, trastorno bipolar tipo 2 –es importante el matiz del tipo, apunta–, trastorno por disociación traumática, trastorno de personalidad múltiple… Déjame que cuente, que sé que me estoy dejando algo…”. Sara se apoya en su mano izquierda mientras piensa. Deja de mirarme por unos segundos. “Bueno, ya tenemos una buena lista, aunque sé que me falta algo… ¡Ah! Trastorno por estrés postraumático”.
Generalmente no hace muchos gestos, se sirve poco de las manos para expresarse, aunque sus ojos y sonrisa sí son muy expresivos. “No me apetece explicar mis etiquetas porque hay mucho morbo y tampoco estoy de acuerdo con muchas de ellas. Además, cualquiera puede buscarlas en internet y ver lo que son”. Pero no siempre ha sido así, hubo un momento en que fue feliz con su diagnóstico. “Cuando me diagnosticaron por primera vez me sentí completa, validada, todo tenía sentido de repente. Fui a una consulta psiquiátrica buscando un diagnóstico y por fin lo tenía”. Se acabaron los 20 años de tener cuento.
Diagnósticos y etiquetas: la cara oculta
Cuando por fin llega el diagnóstico “sucede que te intentan encajar en él y tú tratas de encajar también, por lo que construyes toda tu narrativa alrededor de él. Todo está filtrado por ese trastorno, todo de repente tiene una explicación médica y biológica, y se obvia todo lo demás. Hubo un momento en que se centraban en mis posibles diagnósticos y yo entré dentro de ese juego totalmente. Daba igual mi pasado, de dónde venía, la mochila que podía traer. Daba igual mi presente. Daba igual mi futuro. Todo giraba en torno a las etiquetas y no había nada más. Tus problemas tienen una base biológica y como tal solo pueden ser atajados con medicación”.
Cuando Sara fue consciente de esto, se produjo un punto de inflexión. Extrajo un mensaje claro: “No importan los abusos que sufriste en el pasado, que no tengas trabajo, sino que todo depende de un neuroconector que no funciona en la cabeza. Esto es tremendo. Es más barato que se recete un medicamento que haya una serie de trabajadores que nos atiendan y una serie de ayudas. Y socialmente es peligroso y condenable”.
A esto se añade el DSM, “que es el manual que se utiliza en psiquiatría para diagnosticar. Yo veo las definiciones que aparecen y uno se puede diagnosticar lo que quiera. Es una fiesta del autodiagnóstico”, dice riéndose. “Hay que reírse, cuando una está en el humor, hay que reírse… Tú vas viendo cosas en el DSM y dices: si yo soy esto también, y esto, y esto”.
Sara recuerda cuando le diagnosticaron trastorno bipolar tipo 2. “Lo hizo el mayor experto en España en trastorno bipolar. Y lo hizo con un cuestionario de 10 preguntas tipo revista Cuore. No existe ninguna prueba como un análisis o un TAC que te diga que tú tienes la enfermedad que tienes. No hay ninguna evidencia salvo un señor o señora con bata, sus 10 preguntas y el DSM en la mano”.
Por todo ello “a mí las etiquetas no me ayudan, quitando ese primer momento de alivio”.
Diagnósticos y etiquetas: culpabilizar a la persona
El diagnóstico provocó en Sara una sensación de que su dolor se legitimaba. Estaba acostumbrada, entre los 5 y los 25 años, a que le dijeran que no le pasaba nada, pero a la vez “recibía mensajes de que yo no era normal, y eso es una contradicción muy gorda”.
“Al principio legitimas el dolor porque lo que has pasado durante un montón de años de repente tiene un sentido que se lo da el diagnóstico. Por eso el primer momento es de alivio, pero luego es una espada de doble filo porque ya no sales del juego. Estamos prisioneros dentro de nuestro diagnóstico”. Que “todo lo que te pasa responda a esa sintomatología, a ese trastorno, es terriblemente reduccionista y a mí no me ayudó con el dolor”.
Al recibir durante años el mensaje de que no era normal –aunque todavía no tuviera un diagnóstico–, Sara desarrolló un sentimiento de culpa. Todo recaía sobre ella, “que si tienes cuento, que si eres muy rara, que si lloras por todo. Todo se reduce a tu manera de comportarte”. Sentimiento que se mantuvo cuando los diagnósticos empezaron a llegar. “Cuando llega el diagnóstico hay cierto paternalismo, pero al final el trato que te dan es el mismo. Los mensajes que te llegan son que lo que te pasa es por tu culpa. Si estás mal es que a lo mejor no te has tomado la medicación o que no has dormido las suficientes horas o que no somos pacientes para callar y soportar todo lo que nos están diciendo”.
Llegados a este punto Sara se centra en la etimología de la palabra paciente, duda de si viene del griego o del latín. Paciente viene del latín y no es solo “quien sufre una enfermedad, sino también alguien que tiene paciencia. Y eso último no es casualidad. Si nos quejamos, somos malos pacientes”. Así pues, “bajo el paraguas de las etiquetas, pero también bajo el de las no etiquetas, se culpabiliza a la persona”.
Medicación: no quiero ser un zombi
“Oír voces no es normal, por ejemplo. Y como no es normal, a una persona con un diagnóstico le dan unas pastillas. No es que te den unas pastillas que hagan que las voces desaparezcan, sino que te dan pastillas que no te dejan pensar. Te convierten en un zombi. Porque no saben qué hay en tu cabeza que te provoca que oigas voces”.
Sara ahora no toma medicación, “la dejé de tomar por decisión propia. Entiendo que hay gente que la necesite, pero yo considero que para mí no es la solución y que mi vida ha mejorado ostensiblemente desde que no la tomo. Lo único que me hacía toda la medicación que he tomado era incapacitarme en mi día a día. Tenía unos efectos secundarios terribles. Me impedía pensar. Si me preguntabas, ‘¿quieres algo?’, podía decir sí o no, pero si me preguntabas, ‘¿por qué lo quieres?’, era incapaz de pensar. Tardaba minutos en responder a eso”. Sara recuerda cómo se le caía la baba, “te conviertes en un zombi”. Y eso que “he tenido suerte, a mí no me han ingresado nunca”.
Sara lleva un mes yendo “a un grupo de apoyo mutuo y he dejado de ir a terapias porque llegó un momento en que no me ayudaban. El grupo se parece a la imagen que tenemos, gracias a las películas americanas, de las reuniones de alcohólicos anónimos: te sientas en círculo, compartes tus historias, tus miedos, tus frustraciones, no se juzga. Y me está viniendo muy bien, estoy muy contenta”.
Sara se está saltando las normas, “desde las psiquiatría me negaban siempre estos grupos de apoyo mutuo diciendo que esa gente estaba mucho peor que yo y que podía contagiarme y reproducir sus actitudes. Y yo lo que he visto es todo lo contrario”.
Sara defiende que el problema de salud mental no es médico, sino que hay que “atajarlo socialmente. Hay que hablar más. Hay que actuar contra la violencia de género, contra la precariedad laboral, contra toda forma de pobreza. Menos pastillas y más equilibrio de poder”.
La OMS dice: “La salud mental está determinada por múltiples factores sociales, psicológicos y biológicos. Por ejemplo, las presiones socioeconómicas persistentes constituyen un riesgo para la salud mental. Las pruebas más evidentes están relacionadas con los indicadores de pobreza”. Y prosigue, “la salud mental se asocia asimismo a la discriminación de género, a la exclusión social, a los riesgos de violencia y a las violaciones de los derechos humanos –entre otros–”.
¿Qué es el sufrimiento psíquico?
“El sufrimiento psíquico es la terminología que a día de hoy mejor representa mis vivencias y mi manera de relacionarme con el mundo. No me representa ni enfermedad mental, ni trastorno, ni psiquiatrización, ni diversidad funcional, ni discapacidad”. Sara siente que la clave de todo lo que le pasa está en la palabra “sufrimiento”.
De vuelta a la denuncia de Sara de que te culpan de lo que te pasa, añade: “Al final lo único que acaba siendo relevante es que algo no es normal. Y, coño, cuando te han pasado una serie de cosas, esto es lo más normal del mundo”, dice con cierta impotencia y rabia contenida. “Cuando has vivido una serie de violencias en tu infancia, cuando el entorno familiar y escolar no es seguro, lo normal, con todas las comillas del mundo, no es que seas una niña alegre”.
La clave está en la palabra sufrimiento…
Sara lleva tiempo jugando con una servilleta de papel. Mientras habla la va doblando, arrugando, la reconstruye. Ahora ha comenzado a reducirla a pequeñas bolitas de papel. Juega con ellas, a veces las mira. Vuelve la cabeza hacia la ventana y se queda nuevamente pensativa por unos segundos.
Lisa, una perra con sufrimiento psíquico
Sara tiene una perra que se llama Lisa. La adora, “somos uña y carne. Cuando tienes sufrimiento psíquico es difícil que las personas permanezcan a tu lado porque es difícil lidiar con ese sufrimiento cuando te es ajeno. Así que convivir con un animal es súper terapéutico. El apoyo emocional que te da. Además te obliga a salir de casa cuando no puedes salir, te obliga a no abandonarte”.
Por otro lado “Lisa me da un reflejo de mí misma. Ella ha sido abandonada varias veces”. Sara se preocupó cuando vio que la perra se comía prácticamente todo lo que se le ponía por delante, fuera lo que fuera. La llevó al veterinario y le contó lo que sucedía. El veterinario dictaminó que tiene trastorno crónico de ansiedad. “La diagnosticaron igual que a una persona, tal cual. Bueno, salvo que a ella no le podían preguntar cosas tipo cómo se siente ni nada parecido, pero ella ya tiene su etiqueta y ahora todo lo que le sucede está dentro de la sintomatología del trastorno”.
Como sucede en su propio caso, la pregunta que plantea Sara va más allá del diagnóstico que le han dado a Lisa: “Qué hago yo para que esta perra no sufra. Esta es la clave. Lo importante es que tenga una calidad de vida”.
Estigma y autoestigma
“Todo lo que se entiende por sufrimiento psíquico es en negativo y está muy cribado por la mala imagen que se tiene de ello. Como nos cuentan las películas –Sara cita recurrentemente el cine porque “me flipa”–, los locos, los que te quieren matar. Existe una despersonalización entre la persona y la etiqueta. Ya no es el vecino, ya es el esquizofrénico que te quiere matar”.
“El estigma tiene un matiz especial porque podemos fingir, mentir, entrar en la norma. Si aquí entra una mujer racializada, todo el mundo ve que es negra, es algo que no puede esconder”. Que ellos puedan fingir “no acaba siendo bueno porque falta visibilidad. Tú estás teniendo un sufrimiento que no recibe el apoyo que necesita. Las personas no saben tratar contigo, tú no sabes tratar con las personas, es un círculo vicioso”.
Pero no solo pesa el estigma que viene de fuera, sino también el autoestigma impuesto. Por ejemplo, “yo no sé si quiero volver a un parque concreto porque allí me dio un chungo flipante. Entonces pienso que a ver si vuelvo y me va a reconocer alguien. Eso es el autoestigma. Yo personalmente el autoestigma lo llevo muy a fuego, muy conmigo todo el rato”.
Sara es profesora de inglés en una academia. “Es una movida ser profesora con sufrimiento psíquico porque no puedes decirlo. A ver qué padre o madre te va a dejar a sus hijos si estás tarada”.
A Sara la han llamado loca muchas veces, pero a día de hoy “poder decir que yo estoy loca es empoderarme porque utilizo algo que ha sido un arma que se ha utilizado para definirme negativamente y le doy la vuelta”.
Salud mental y relaciones personales
“Esto de no ser normal condiciona las relaciones en todo momento. No te relacionas de una manera normal”. A Sara, por ejemplo, no le gusta hablar por teléfono, “suelo ponerme un poco nerviosa”. Tampoco tiene WhatsApp, “no puedo lidiar con el estrés y la ansiedad de estar disponible para tanta gente todo el rato. Y no considero que esté aislada, simplemente que necesito otras herramientas”.
Cuando tenía 17 años cayó en sus manos un manual de psicología. “Yo no sé ni de cuándo era, tenía las páginas amarillísimas. Me sentía muy triste y busqué depresión. Lo primero que ponía es ‘no tiene amigos’. Y eso es muy duro. Vivimos en una especie de burbuja de Mr. Wonderful en la que nadie quiere malas vibras. Así que el día a día es complicado. Tú tratas de relacionarte con esas premisas de buen rollo, pero es muy complicado”.
–¿Cuántas veces te has sentido sola?
–Muchísimas veces, muchisísimas.
Hacemos las fotos en un parque que ha elegido Sara. Lleva un mes viviendo en este barrio. “En este parque me siento a gusto y eso es muy importante”, se hace un silencio mientras mira por la ventana pensativa. “He tenido unos meses muy malos, de mucho dolor y muchas ganas de morirme, muchas ganas de acabar con todo. Estaba muy suicida hace poquitos meses… Al final salí de todo eso, me mudé a esta casa y el parque me recuerda mucho a salir de todo eso”.
La vida de Sara hoy consiste en “ir encajando un puzle todo el rato. Ya he encontrado algunas piezas que van bien juntas y eso está guay, pero algún día todavía me veo sin herramientas y el dolor me puede, pero afortunadamente tengo apoyos a mi alrededor, que es súper importante, y estoy consiguiendo cierta estabilidad. En los apoyos tengo amistades y personas con sufrimiento psíquico”.
Como Sara se ha sentido “muchas veces excluida de la sociedad”, anima a “no dar nada por sentado, a preguntar siempre. No hay que quedarse con la definición de la locura de las películas”.
–¿Qué necesitas?
–Necesito que esa pregunta se haga constantemente. Que se juzgue menos y se pregunte más.
–¿Esta entrevista es un esfuerzo para ti?
–No, esto es algo que a mí me habría gustado leer hace cinco años y espero que a alguien le ayude. Alguien que piense que está solo, que no es normal, que vea que no es así.
–¿Con qué sueñas?
–Con pesadillas constantemente –dice mientras se ríe–. Sueño con hermanamiento y comprensión, con apoyo mutuo.
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Ana Estrella Hernandez Munilla
Valiente e interesantisima entrevista ,
directa ,completa y humanisima.
Gracias por hacernos participes de un mundo que desconocemos.
Adalberto
Me parece una persona interesantísima, muy inteligente, dentro de su complejidad. Estoy seguro de que muchas personas «normales» se sentirán perfectamente reflejadas en un grado u otro con las vivencias de Sara. El relato servido por la periodista entrevistadora es muy acertado, ágil y altamente respetuoso con el sentir de Sara, al basarse en gran medida en la reproducción literal de sus propias palabras. Un gran acierto que puede ayudarnos a muchos.
Tamara
Muy interesante la perspectiva desde la protagonista, desde donde siempre debe salir la voz de una historia.
Y muy de acuerdo con el comentario de Adalberto, cuántos no nos hemos sentido como Sara alguna vez.
Gracias, Sara, por compartir tu historia y abrirnos un poco más los ojos
Mar
Desde luego me sorprende cada historia que nos cuentas en este blog. Y lo que es admirable es la manera de abordarlas todas desde la perspectiva del respeto máximo que, de manera diferente, requiere cada una de las temáticas que abordan los diferentes trastornos o situaciones que tratas, y que afectan a los entrevistados. Mi más sincera enhorabuena por un trabajo periodísticamente tan impecable Winnie!
Winnie
¡Gracias!