De fondo el sonido del respirador. Ella ya ni lo percibe. Eso sí, como cambie mínimamente este sonido rítmico, saltan todas las alarmas de Sara. Conoce casi mejor a su respirador que a ella misma.
Habla bajito. Su boca nunca se cierra, por lo que no siempre consigue vocalizar. Cuesta un poquillo entenderla.
“Llevaba una sonda gastro para comer, una sonda en la tripa. La tenía siempre ahí. La llevé hasta los 19 años. Entonces empecé a esforzarme y lo conseguí: empecé a comer. Me empeñé porque no quería depender de una gastro toda mi vida. Eso significaba depender de algo más de lo que ya dependo. Además me producía dolores porque tenía muchas úlceras. Por mis cojones, yo soy muy testaruda. Y lo conseguí”.
“Hablar creo que es muscular y al no comer hasta los 19 no fortaleces la mandíbula ni nada. No ejercitas la boca. No masticas, no tragas y no se te forman los músculos. Y llevar un respirador también te cambia la voz. Para mí no es un esfuerzo hablar, llevo toda la vida haciéndolo así”.
“Soy Sara Granada, tengo 27 años y soy de Madrid”.
“Tengo una enfermedad rara que es de nacimiento y no es degenerativa: desproporción genética de tipos de fibras musculares por la mutación del gen RYR1. Ya está, ese es el nombre”, dice sonriendo. “Es una debilidad muscular. Yo no tengo fuerza en los músculos, por eso llevo respirador. No tengo tanta fuerza para coger aire. Es un apoyo vital, me da el aire que yo no consigo. Lo llevo veinticuatro horas. Me lo puedo quitar un poco, pero solo un poco”.
“Mi madre no sabía lo que tenía. Le dijeron lo que era cuando yo tenía 18 años. Hasta entonces ni idea de nada. Ahora hay estudios y fundaciones de esta enfermedad, pero en Estados Unidos. No conozco a nadie con mi enfermedad ni tampoco tengo necesidad”.
Se despide una chica joven que acaba de dejarle al lado un batido. Es su asistente personal de primera hora de la mañana.
Entre respiradores y asistentes personales
“En el día a día necesito ayuda para todo, dependo de una tercera persona. Soy una persona dependiente”.
“No puedo andar. No puedo correr. Estoy acostumbrada. Lo veo como algo natural. Te diría que puedo hacer todo”, dice riéndose. “Estoy acostumbrada a mi discapacidad y a vivir en una silla de ruedas. Obviamente necesito un asistente personal y que los sitios sean accesibles, pero no tengo en mi cabeza yo no puedo hacer eso. Sé lo que puedo y no puedo hacer, pero no es un límite en mi día a día”.
“Tengo tres asistentes personales. Nos organizamos según lo que tenga que hacer cada día. Una viene por la mañana, otra tarde-noche y otro los fines de semana. Tengo ayuda de la Comunidad de Madrid. Soy una de las pocas afortunadas que la tiene. Hay una lista de espera de años por lo que yo sé. Está jodida la cosa”.
“Antes vivía con mis padres. Luego me independicé. Esta casa es de protección oficial. Cuando me mudé me faltaban horas de asistente personal. Puedo estar sola siempre y cuando me dejen todo preparado porque la casa está adaptada a mis necesidades. Lo que no puedo hacer sola es levantarme, acostarme, ducharme, ir al baño. Cuando vine a esta casa por las noches estaba sola. Si me pasa algo lo suyo es tener a alguien en casa por la noche porque yo me meto en la cama y estoy indefensa”.
“Hará un año se vino a vivir mi novio. Las horas que no tengo asistente las cubre él, pero solo lo básico porque no quiero depender de mi pareja. Quiero que la cosa grande la haga el asistente personal. No me gusta tampoco depender de mi familia, por eso me independicé y me busqué la vida”.
“Llevar el respirador es lo peor de mi discapacidad. Al final dependo de una máquina para vivir, aparte de una silla de ruedas, claro. Tengo tres respiradores y tengo muy interiorizada la batería de cada respirador. La batería la cargo todas las noches, cada una dura entre once y doce horas”.
“Tengo un agujero en la garganta. Un tubo que es la tráquea y que va a los pulmones. No puedo sacarlo por mí misma porque no tengo fuerza. También tengo un aparato que me ayuda a toser, se llama tosedor. Y un aspirador, una sonda hasta los pulmones que te saca los mocos”.
Suena el porterillo y Sara abre desde el móvil. Si no fuera por este sistema, ella no podría entrar en casa con su llave porque no llega desde la silla a la cerradura.
Entra Anabel, otra de sus asistente personales. “Te veo más que a mi madre”, le dice a Sara divertida mientras la abraza. Tenemos que hacer un descanso, hay que aprovechar que Anabel está aquí. Charlan. Ella acaba de llegar de clase y rápidamente se ponen manos a la obra. Se van al cuarto y Anabel le pone la cuña para que haga pis. Lleva también un pañal por si acaso. Le cambia el respirador porque esta tarde tiene el cumple de su sobrina y es la manera de asegurarse de que no se quede sin batería.
De vuelta al salón seguimos hablando mientras Anabel va haciendo cosas en la casa como recoger la ropa del tendedero.
“Gracias a los asistentes personales tengo una vida totalmente normalizada. Gracias a ellos estoy donde estoy. Yo necesito un asistente personal, lo necesito”.
“La ley ELA me parece genial, pero piensa también en los que vivimos con discapacidad toda la vida, que también existimos”.
Hockey en silla de ruedas eléctrica
“A mí me dio exactamente igual y fue mi hermana la que me insistió. Nuestros padres empezaron a moverse, a crear el equipo porque en Madrid no había. Ahora soy la presidenta del Club Deportivo Atlas Adaptado Madrid”.
“Juego al hockey en silla de ruedas eléctrica desde hace quince años por lo menos. Una amiga que tiene también discapacidad grave lo vio en redes sociales y conseguimos que un equipo de Valencia viniera a hacer una exhibición”.
“No es un deporte paralímpico. Una teoría dice que es porque no hay equipos en todos los continentes y otra dice que al ser en silla de ruedas eléctrica no haces esfuerzo. Por eso no lo consideran deporte competitivo, solo ocioso… Ir a quince kilómetros por hora con la silla de competición, hacer giros bruscos, a mí todo eso me cuesta la vida. Voy con la cabeza atada porque si no me caigo. Es un gran esfuerzo, pero ellos no lo ven”.
“Estoy en la selección y cuando haces un deporte tu sueño es ir a unas paralimpiadas. Vas a europeos y mundiales pero no es lo mismo. Además, al no ser paralímpico no tienes patrocinadores. Al final pago para jugar, ahí está la clave”.
“El hockey siempre ha sido mi vida, mi vía de escape. Te montas en la silla de hockey y te cambia la mente. Ahora quiero aportar algo. Quiero que sigan mis pasos. Entreno a niños. Lo veo como dejar huella, pero obviamente quiero seguir compitiendo y ganando”.
Discapacidad y vida
“Soy diferente pero no me siento un bicho raro. Soy educadora social y doy charlas sobre discapacidad. Soy una persona dependiente pero a mí no me da pena. O sea, que la gente te mire con pena por tener una discapacidad… No soporto cuando me dicen ay, qué pena o pobrecita. No soy una tía de las de por qué a mí. Es la vida que conozco. He vivido así. He crecido así. Es una forma diferente, otra forma de vivir”.
“Trabajé de educadora social un tiempo y me di cuenta de que no era lo mío para serlo toda la vida, así que ahora soy administrativa en la empresa de mi padre. Estoy opositando también a la administración, quiero una estabilidad económica. Me apaño económicamente si no se me rompe nada de la silla. Al final de mes puedo pagar mi alquiler, mi luz, mi agua, pero si se me rompe algo de la silla a ver qué hago. Una silla de ruedas en condiciones puede costar 20.000 euros. ¿De dónde sacas ese dinero? Necesitamos ayudas económicas para poder pagar sillas de ruedas o asistentes todas las horas que necesitamos. Eso me haría la vida más fácil”.
“Me gusta hablar de discapacidad, eso sí, y por eso doy charlas. Si la gente no te ve, si no te mueves, no va a saber lo que es tener una discapacidad”.
“Estoy tranquila, bastante estable. Todo está encaminado en la vida y bien. Tengo suerte de tener una familia y un grupo de amigos con y sin discapacidad. No me siento sola. Tengo una familia de diez. Me siento querida, comprendida. Mi hermana y yo tenemos un vínculo muy fuerte. A mis padres les puedo contar lo que sea y me van a apoyar. Y si me doy la hostia, me van a apoyar. No son nada sobreprotectores. Amigos sigo manteniendo el grupo del instituto, de la carrera, del máster, del hockey. Soy una tía superabierta. Pareja he tenido relaciones antes que Sergio. La relación conmigo no es lo mismo que si no tienes discapacidad, en eso insisto bastante. Antes de Sergio no me veía toda la vida con alguien. Ahora sí. Quiero casarme, tener hijos. Estoy deseando tener una fiesta”.
“¡¡¡Y yo!!!”, dice Anabel mientras Sara se ríe.
“Me da miedo quedarme sola, no poder levantarme un día de la cama. Pero tampoco lo pienso mucho”.
Anabel le pregunta si quiere agua. Sara le dice que sí. Anabel no hace nada sin preguntarle antes. La siguiente pregunta es si quiere un café y la respuesta vuelve a ser afirmativa.
“La música me encanta. La fiesta, el tecno. He salido demasiado. Ahora me he asentado en la vida”, dice riéndose. “Me encanta salir”.
Anabel le pregunta qué chaqueta quiere. Como puede ser que después llueva, elige el chubasquero. Anabel se lo deja preparado detrás de la silla. La operación chubasquero es pensando en el cumple al que irá por la tarde.
“Hay que disfrutar. Hay que vivir. No te puedes quedar en casa llorando. La independencia es lo más valioso. No depender de mis padres, de Sergio, de mis amigos”.
Suena de nuevo el porterillo, es un paquete. Anabel le pregunta qué quiere que haga. Sara le dice que lo abra y lo deje encima de la cama.
“Afronto la vida. Tengo ganas de lo que viene. He conseguido todo lo que quería de pequeña. Soy feliz. Es una tranquilidad fuerte. Hay días que discuto con la vida y vaya mierda, pero soy feliz. Todos tenemos altibajos. Con una discapacidad hay veces que te sientes impotente. Ves a tus amigos jugar al fútbol o tirarse por un tobogán y tú no puedes. La impotencia la he sabido gestionar, pero hay días que estás de bajón”.
“La gente me ve como guay por vivir independiente y tener Tinder. Estoy contenta con lo que he conseguido. Me gusta que me vean y enseñar que la discapacidad no es estar en casa”. Anabel se acerca : “A mí me dio una charla sobre discapacidad el año pasado en el instituto. La empecé a seguir en Instagram y publicó la oferta para este trabajo de asistente y pensé soy yo. Vine para la entrevista y me cogió”, dice sonriendo y mirando a Sara. “He estudiado para esto, sabía dónde me metía y estoy muy contenta”, añade Anabel.
*Días después de vernos Sara me escribe. Ha pasado algo importante. Me cuenta que la asociación que gestiona a los asistentes personales está a punto de desaparecer porque no tiene fondos económicos suficientes. Eso significaría que Sara y las demás personas con discapacidad se quedarían sin sus asistentes personales. Lo último que me ha dicho es: “Estamos ahí, en lucha”.
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